Vamos tras las huellas de la memoria cátara en los Pirineos franceses, al sur de Albi y Carcasona. Castillos gobernados por nobles que los apoyaron y que, a partir de 1209, fueron ocupados por los cruzados enviados por el rey de Francia bajo el mando de Simón de Montfort. Pequeñas ciudades cuya población fue pasada a cuchillo o enviada a la hoguera por los cruzados, en parte o hasta el último hombre: «El Señor conoce a los que son suyos». Monasterios, sobre todo cistercienses, fundados por los obispos locales en la segunda mitad del siglo XII, durante la aún cruenta fase del conflicto, para convertir a los herejes.
El río Aude, que baja de los Pirineos al sur de Carcasona, está flanqueado por una cadena de tales monasterios: St-Hilaire, St-Polycarpe, Rieunette, Alet-les-Bains. Entre ellos descubro en el mapa el nombre de Monastère de Cantauque, que no se menciona en la historiografía de los cátaros. Lo marco para visitarlo.
Desde la carretera que serpentea junto al Aude entre las colinas de la región vinícola de Limoux se desvía una vía más pequeña hacia el valle del afluente Baris, y luego otra aún más pequeña, una simple cinta de asfalto, hacia el valle del arroyo Lauzy. Finalmente, al comienzo de un camino de grava blanca se ve el cartel del monasterio ortodoxo de Cantauque
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¿Un monasterio ortodoxo en los Pirineos franceses? A medida que el edificio se va revelando poco a poco entre los árboles, las formas inequívocamente ortodoxas se hacen cada vez más claras: el campanario triple de estilo ruteno con el Icono de Cristo «no hecho por mano de hombre», el pórtico griego columnado y coronado por una cúpula, el dominante color rojo ladrillo de los muros, las ventanas de arco de medio punto. Todas formas históricas icónicas. Como si el diseñador hubiera querido crear un edificio claramente moderno pero que al mismo tiempo sugiriese que sus elementos se han ido ensamblando a lo largo de muchos siglos.
El muro interior del pórtico está cubierto por un fresco de Deesis, un Cristo Pantocrátor de medio cuerpo con la Virgen María a su derecha y, sorprendentemente, con san Martín de Tours a su izquierda, en el lugar reservado normalmente a san Juan Bautista. San Martín ha sido desde hace mil años el santo patrón tanto de su patria, Hungría, como de su tierra de misión, Francia. Debajo, una inscripción: Monasterio de la Madre de Dios y de San Martín. A través de la puerta se ve el patio, cuyos muros están decorados con grandes y vibrantes frescos ortodoxos.
Cuando tocamos el timbre sale un monje alto y sonriente. No nos dice su nombre ni pregunta los nuestros, solo de dónde venimos. «¿de Hungría? Aquí también teníamos un monje húngaro, Tamás, que hace poco se volvió a casa.» «Pero les queda otro húngaro», señalo a san Martín sobre la puerta. «Sí, sí. Aunque nació en Szombathely» —pronuncia correctamente el difícil nombre— «también es el patrón de la Galia. Y como vivió antes del cisma, es venerado como santo tanto por católicos como por ortodoxos. Por eso lo elegimos como patrono de nuestro monasterio, porque queríamos crear aquí una comunidad que fuera completamente francesa, completamente ortodoxa y completamente internacional.»
Nos guía a su capilla, cuya entrada principal es independiente del monasterio, en la parte trasera del edificio, porque no solo la usan los monjes sino también fieles ortodoxos de toda procedencia: rumanos, ucranianos, rusos, georgianos, griegos. «Vienen de unos cien kilómetros a la redonda, unas doscientas personas, o trescientas en las grandes fiestas. Entonces se quedan de pie fuera de la capilla. Tenemos liturgia cuatro veces al día, a las seis de la mañana, al mediodía, a las seis de la tarde y tarde en la noche. Siempre hay algún fiel; si no, están los que se alojan en nuestras diez habitaciones de huéspedes: ahora unas cuantas familias ucranianas, dos rumanos, cuatro franceses y un georgiano.»
«¿Y ustedes cómo nos han encontrado?» «Estábamos visitando los monasterios de la zona, vimos este en el mapa y pensamos que no podíamos perdérnoslo. Solo en el cruce vimos que era ortodoxo.» «Si lo hubieran sabido de antemano, ¿lo habrían evitado?» «No, habríamos venido aquí primero.» Todos reímos.
En el muro sobre la entrada de la iglesia está pintada, en el estilo de los iconos ortodoxos, la vida de san Martín. Nunca había visto algo así. En el centro, el propio Martín como obispo de Tours, entre los gansos que lo delataron con sus graznidos cuando él se escondió en el corral para escapar a su elección como obispo. Todavía hoy los pobres gansos pagan por ello, cada 11 de noviembre. Arriba a la derecha, el bautismo de Martín; arriba a la izquierda, el reparto de su capa con el mendigo; abajo a la izquierda, su ordenación monástica; abajo a la derecha, su entierro. Faltan algunas escenas de su iconografía occidental estándar (por ejemplo, el ciclo de san Martín de Simone Martini en Asís), porque en un contexto ortodoxo no tienen un sentido particular: su caballería, la renuncia a las armas y su misa milagrosa.
En 2016, en preparación del 1800 aniversario del nacimiento de san Martín, la editorial Európa me pidió que escribiera un libro sobre su culto europeo. Durante un año visité sus principales lugares de peregrinación y escribí el capítulo inicial sobre la inauguración de la huella de san Martín en la abadía de Pannonhalma. Sin embargo, la vida se me vino encima y nunca terminé el libro. Últimamente he pensado en publicar el material reunido aquí, en el blog. Una contribución inesperada en ello es ahora esta visita al monasterio ortodoxo de san Martín.
La capilla fue decorada por un monje pintor local, con un estilo logrado, colores vivos y una interpretación original de la iconografía ortodoxa tradicional. Finalizó la pintura hace apenas una semana; quizá seamos sus primeros visitantes. En el ábside está la Virgen, con Cristo por venir en su seno; bajo ella, san Juan Crisóstomo, san Atanasio y dos Padres capadocios, san Basilio y san Gregorio. Y en las paredes del santuario hay cuatro Padres de la Iglesia que resultan una elección sorprendente en un contexto ortodoxo: san Martín, san Hilario de Poitiers y san Juan Casiano, que normalmente se asocian con la Iglesia latina (aunque, al vivir antes del cisma, por supuesto también son ortodoxos), y san Isaac de Nínive, que perteneció en el siglo VII a la iglesia nestoriana siriaca de Persia, es decir, después de la separación entre la Iglesia nestoriana y la ortodoxa. Su presencia indica el deseo de los fundadores del monasterio por el ecumenismo, por vincular las Iglesias católica occidental y siriaca oriental con la corriente principal ortodoxa.
Frente a la entrada de la iglesia se alza un cedro del Líbano centenario. Suponemos que no lo plantaron los monjes actuales. «Claro que no. El lugar del actual monasterio era una casa señorial. Antes de la Revolución francesa, para plantar un cedro del Líbano —o incluso para conseguir plantones de cedro— se necesitaba permiso real y buenos contactos en Versalles, de donde venían los plantones. El terrateniente local parece que los tenía. Este cedro se plantó en algún momento del siglo XVII. Ahora está alcanzando su plena madurez.»
Regresamos al patio del monasterio, que antaño fue un aprisco. En el centro hay un bonito pozo. Los muros, ahora lo veo claramente, están decorados con escenas de la Creación según la iconografía ortodoxa y veneciana. Por iconografía veneciana entiendo la corriente de la iconografía ortodoxa —conocida por nosotros gracias al manuscrito del Génesis Cotton del siglo V, utilizado para diseñar los mosaicos de la basílica de San Marcos— que representaba los seis días de la Creación interpretando la fórmula final que cierra cada día —y hubo tarde y hubo mañana, día segundo, etc.— de manera que en cada jornada también se creaba un día más. Los mosaicos venecianos de la Creación, por tanto, añaden a cada día un ángel más, representando ese día, de modo que Dios, descansando en el séptimo, está rodeado por los ángeles de los seis días anteriores. La Creación de Cantauque es inusual en el hecho de que Dios y los ángeles de los siete días están juntos antes del primer día de la Creación, pero probablemente sea porque había una amplia y apropiada superficie de muro para representarlos juntos.
El monje pintor egipcio se recreó especialmente en los detalles de los animales —peces, aves, cuadrúpedos— todos con colores fuertes y llamativos. A lo largo del borde del segundo muro comienza el segundo relato de la Creación, con la plantación del Jardín del Paraíso. Lo pintó una monja rumana, en un estilo más tradicional, pero también más rígido y menos creativo.
Tras recorrer el patio, nos invitan a la cocina del monasterio a tomar café. Nos lo prepara una peregrina francesa y nos reparte un pastel otra peregrina. La primera está con su marido, la segunda con su hija. Hablan largo rato con nuestro monje sobre los diversos lugares de peregrinación ortodoxos desde Rusia hasta el Cáucaso y de Tierra Santa a Egipto, que evidentemente han visitado. Cuando se dan cuenta de que también he estado en estos sitios y que incluso hablo sus lenguas, recibo cada vez más miradas de reconocimiento. Casi me convierten en ortodoxo honorario.
Y entonces hago la pregunta que desde hace tiempo me ronda por la cabeza: «Permettez-moi la question. Usted habrá nacido en una familia católica. Comment avez-vous embrassé l’orthodoxie?» Lo pongo en francés porque es una expresión bonita: cómo abrazó la ortodoxia.
Y entonces da inicio a una historia asombrosa. Una familia católica muy tradicional, donde la madre del padre es protestante de Alsacia, pero el padre reniega de esa rama. Sin embargo, conserva la apertura suficiente como para matricular a su hijo en la escuela coránica local mientras viven en Marruecos: «no hace falta que creas en ello, pero si vives aquí, tienes que aprender lo que hacen». El niño habla árabe desde la infancia, no cree en el Corán, pero lo memoriza, y va con los jesuitas para la instrucción religiosa. En el instituto, como todos, atraviesa crisis de fe, y después de graduarse la recupera y se va a Tierra Santa. Trabaja en un kibutz, aprende hebreo y luego siente la llamada sacerdotal, entra en un monasterio católico en Jerusalén, estudia teología en París. De vuelta en Jerusalén, estudia en instituciones bíblicas y religiosas judías, cristianas y árabes, aprende ruso, viaja por Tierra Santa, Siria, Jordania y Egipto. Se siente cada vez más cercano al mundo ortodoxo. En 2002, él y sus compañeros de igual sensibilidad regresan a Francia, donde fundan un monasterio ortodoxo en Cantauque. «Los obispos católicos nos ofrecieron varios viejos monasterios vacíos, pero el truco» —usa la expresión «don empoisonné», regalo envenenado— «es que hay que mantenerlos, lo cual, tratándose de edificios protegidos, cuesta una cantidad de dinero increíble.»
Resulta extraño hasta qué punto esta región está entretejida con Tierra Santa, de donde proceden las figuras emblemáticas de la región: cátaros, templarios, cruzados y ahora ortodoxos.
En Francia parece no haber una línea de demarcación nítida entre católicos y ortodoxos, como lo muestra el gran número de iconos en las iglesias católicas. A él mismo lo invitan a enseñar historia de la Iglesia en la facultad de teología de Toulouse. «Enseñé durante años, hasta que sentí cada vez más que la historia de la Iglesia católica era tendenciosa. Se enseña como si Europa occidental hubiera sido católica desde el principio. Y sin embargo, al principio solo hubo una Iglesia, que era a la vez católica, universal, y ortodoxa, fiel a la fe. Y fue la Iglesia de Roma la que se apartó de esta dirección con el Renacimiento carolingio, convirtiéndose en una Iglesia provincial centrada en Roma. Fíjese: la Iglesia ortodoxa sigue celebrando la misma liturgia, cantando los mismos himnos que hace dos mil años. Y la Iglesia católica innova constantemente. Incluso la liturgia de Trento, recientemente reautorizada, no es la original, fue una innovación de su época. Ni siquiera el canto gregoriano puede reconstruirse plenamente. La verdadera gran época de la Iglesia occidental fue cuando aún no se había apartado de la fe común original. Cuando me preguntan cuál es la razón de ser de la Iglesia ortodoxa en la Francia católica, respondo: solo traemos de vuelta aquello que la Iglesia católica fue en un principio.»
Vinimos a los Pirineos para visitar la región de la gran herejía —el título de la biografía de Bruno Schulz— y, tomando café en el monasterio más vivo que hay aquí, descubrimos que los herejes, en realidad, somos nosotros.




















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