En la plaza principal de la ciudad siciliana de Nicosia, junto al Bar Antica Gelateria —en cuya fachada aún pueden leerse fragmentos del discurso del Día de la Victoria pronunciado por Mussolini el 9 de mayo de 1936—, una empinada escalinata asciende hacia la Colina de los Veinticuatro Barones.
La colina debe su nombre a la élite de la nueva nobleza normando-lombarda que se estableció allí tras la conquista de la ciudad a finales del siglo XI. Desde entonces, el nombre se ha convertido en emblema de Nicosia: a menudo se la llama «la ciudad de los veinticuatro barones», y el título ha sido adoptado por restaurantes, cafeterías e incluso por una marca de cerveza artesana local.
Los escudos de armas de los veinticuatro barones se exhiben en el restaurante que lleva su nombre.
Aunque la tradición ha conservado con esplendor los nombres de los veinticuatro barones, el tiempo no ha sido amable con su legado. La mayoría de sus palacios permanecen vacíos y se desmoronan lentamente. Algunos llevan tanto tiempo cerrados que hasta los candados empiezan a tener valor museístico.
Como el suelo de Sicilia nunca para quieto, los arcos de piedra de algunas puertas se han desplazado y ya no hay quien los vuelva a encajar.
El Palacio Salomone es el que mejor ha resistido —el más grande de la colina, que incluso da nombre a la empinada calle que sube hacia él. Allí se conserva una de las bibliotecas antiguas más valiosas de Nicosia. Sobre el portal, el escudo de la familia —convertida al cristianismo— conserva aún la Estrella de David, o mejor dicho, el Sello de Salomón, flanqueado por dos leones que recuerdan a los Leones de Judá levantando la corona de la Torá en las lápidas judías. No era raro que las familias judías ennoblecidas tras su conversión conservaran estos símbolos ancestrales, como hizo Jakob Bassevi von Trautenberg en su antiguo palacio de Praga.
Desde la salita (cuesta) Salomone, otros callejones estrechos ascienden empinados tanto desde la ciudad vieja como desde más abajo.
Pronto aparece sobre los tejados la Colina Lombarda, al otro lado de la plaza, coronada por la Iglesia Madre de Santa Maria Maggiore. Los guerreros lombardos que se establecieron allí trajeron consigo un dialecto galoitaliano tan peculiar que nadie más en Sicilia lo entiende —y que apenas suena a italiano. Sentado en el bar, tuve que pensar largo rato en qué idioma estaban hablando. Su iglesia se convirtió en rival de la de los griegos autóctonos, San Nicolò, situada en la plaza mayor, de modo que las dos debían turnarse cada año como catedral de la ciudad. Durante las procesiones de Semana Santa era habitual que acabaran chocando, golpeándose con el crucifijo procesional. Lo mismo ocurría el día de San Nicolás, el patrón original de ambas. Finalmente se avinieron a cambiar el nombre de la iglesia lombarda a Nuestra Señora del Mes, para que al menos en la fiesta patronal no se encontraran las dos devotas procesiones.
Al final del recorrido, aún hay que hacer un último esfuerzo para subir los empinados escalones de SS. Salvatore hasta la Iglesia del Salvador, en lo alto de la colina.
El esfuerzo vale sobradamente la pena. Desde la pequeña plaza frente a la iglesia se abre una panorámica magnífica sobre el casco antiguo de Nicosia. El paisaje que se extiende más allá, hasta el Etna, dibuja una fina línea blanca de humo dormido en el horizonte. Ante nosotros se despliega, como un mapa barroco animado, la estructura de la ciudad: calles, plazas, fuentes, fachadas de iglesias y palacios, torres elevadas, patios interiores enmarcados por voladizos de teja árabe, a los que nos asomamos desde la altura.
Justo a nuestros pies se encuentra la plaza principal con la iglesia de San Nicolò, reconstruida una y otra vez tras incontables terremotos a partir de una antigua iglesia griega y una torre árabe, hasta llegar a su forma actual renacentista-barroca. Su torre con estilo de minarete andalusí sigue ceñida por siete fuertes bandas de hierro, como si quisieran constreñir, aunque sea un poco, la inescrutable voluntad de Alá.
Pero la mayor sorpresa es que el lado sur de la Iglesia del Salvador, siempre cerrado con una verja de hierro, hoy está abierto. La llave la guarda el Ecomuseo Petra d’Asgotto; se puede concertar una visita previa escribiendo a pinalagiusa@tiscali.it . Y vale la pena hacerlo, porque aquí se encuentra una de las joyas más singulares de la ciudad: el Calendario de las golondrinas (calendario delle rondinelle).
En la esquina del lado sur, adornada con un pórtico con arcadas del siglo XIII, se incrustó un gran bloque de piedra caliza. En sus dos caras lisas —si las leo bien— están grabadas las fechas, año por año, desde 1737 hasta 1798, indicando el día y el mes en que llegaron las primeras golondrinas a Nicosia. Por lo general, ocurría a principios de marzo, a veces a finales de febrero, y hacia finales del siglo incluso a mediados de ese mes. ¿Sería que el clima ya era más cálido entonces?
La continuación del calendario se encuentra bajo los arcos, hacia la esquina suroeste de la iglesia. Aquí se empotraron tres bloques de piedra caliza, uno encima de otro; sólo en el central pueden leerse con claridad las fechas, desde 1799 hasta 1820, y quizá más allá pero en el inferior las inscripciones son borrosas.
En la vida de una pequeña ciudad de provincias, la llegada de las primeras golondrinas y cigüeñas es un gran acontecimiento: el sello oficial de la llegada de la primavera. Pero como no se trata de santos, reyes ni grandes hombres, a nadie en otro lugar se le ocurrió registrar este momento en la historia local.
Existe, después de todo, una historia de la historiografía, de lo que en cada época se ha considerado digno de ser consignado. Siguiendo el modelo grecorromano clásico, durante siglos la historia se limitó a las dicta et facta memorabilia: los hechos y palabras memorables de los hombres ilustres, los grandes acontecimientos que afectan a los pueblos. Que la historia pudiera pertenecer también a la gente común, a las mentalidades, a la relación del ser humano con la naturaleza y los animales, incluso a las golondrinas de Nicosia, fue una idea que solo llegó en el siglo XX de la mano de la escuela francesa de los Annales.
¿A quién se le ocurriría esto en Nicosia? ¿Qué clérigo local estaba tan sintonizado a la vez con los ritmos de la naturaleza y con la rutina de las crónicas escritas, que comenzó este calendario y, dos siglos antes de los Annales, inventó la auténtica microhistoria?


































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