Detrás de las fachadas de Tiflis


En 1856, el acaudalado comerciante armenio de Tiflis, Vardán Arshakuni, encargó al arquitecto G. Ivanov un pequeño edificio que debía ser a la vez íntimo y original: el palacio Arshakuni. Auténticamente original, especificó. Y también íntimo. Un arquitecto digno de tal nombre, que recibe un encargo así y además carta blanca, no puede sino dar lo mejor de sí mismo —y crear algo verdaderamente íntimo y original. En cuanto al interior, Ivanov recurrió a los servicios de maestros artesanos persas kayar, quienes, por su parte, también quisieron dar lo mejor de sí mismos —y crear algo verdaderamente íntimo y original. El resultado superó las expectativas de Arshakuni. Pero ni la intimidad ni la originalidad le impidieron morir al poco tiempo, en 1862.


Por entonces, el príncipe Golovin, virrey del Cáucaso, se había cansado de su palacio en Tiflis: tan blanco, frío, impersonal, simétrico —en una palabra, tan clásico.


Él también deseaba algo auténticamente íntimo y original. Y puso los ojos en el palacio Arshakuni. Sin embargo, aquella decoración era terriblemente persa, para decirlo claramente, «asiática». Hacia 1860, un virrey, aunque ansiara una decoración íntima y original, jamás se habría rebajado a habitar un interior persa. No se olvidaba de que los persas habían masacrado a Griboyédov de una forma repugnante (bueno, era una vieja historia, pero hay historias que nunca se borran del todo), y el sha de Persia también estaba mostrando su buena dosis de depravación en el doble juego que mantenía con Inglaterra (de acuerdo, el zar de todas las Rusias también jugaba a dos manos, pero no era en absoluto lo mismo). Además, el palacio Arshakuni daba directamente a la calle Griboyédov, y los tristes restos del propio Griboyédov estaban enterrados en el panteón georgiano de Mtatsminda, a media altura del acantilado que domina la calle.


Así pues, el príncipe Golovin dirigió su búsqueda hacia otro lado. Al fin y al cabo en Tiflis por entonces no tenía que ser tan difícil encontrar un pequeño palacio, íntimo, original y además «europeo».

El destino de la casa quedó en suspenso durante mucho tiempo. Primero, entre 1869 y 1886 fue sede de un club, el Círculo de Tiflis, con su biblioteca, sala de billar, salones y gabinetes. En 1913 se convirtió en una institución educativa para jóvenes. Antes de 1914 también se acogieron en el edificio la Sociedad para la Protección de los Artistas y una escuela de dibujo. Tras una guerra, una revolución, una república independiente y menchevique, y una guerra civil, en 1922, el edificio se convirtió en la sede de la Academia de Bellas Artes —y lo sigue siendo.

Olvidémonos de la fachada decrépita y nos sorprenderá el vestíbulo: subamos por la maravillosa escalera con su decoración desvaída, donde se cruzan los estudiantes. La Academia es una casa llena de vida. Un piano suena en el primer piso; el antiguo jardín de invierno es ahora una sala de ensayos.

En las salas persas, en el piso superior, con decoración plenamente kayar, la Academia guarda cientos de pinturas, muy probablemente los trabajos de graduación de sus alumnos (como este Kutúzov cruzando los Alpes). A veces, con motivo de una ceremonia, las salas recuperan su prestigio: se despejan los muebles y sirven allí comidas а ла фуршет, o más elegantemente, en tipografía francesa, à la fourchette, es decir, lo que en el francés de Francia (y en español) sería un cóctel.

Por ahora, en aquella tarde, las fourchettes dormitaban en la penumbra de sus vidrieras plomadas.


Pero el palacio Arshakuni no es el único superviviente de una época en la que los mecenas esperaban que sus arquitectos combinaran  las fachadas europeas con una suntuosa decoración interior, a veces de un blanco nórdico y otras, con frecuencia, de un orientalismo desenfrenado.

Así, las calles del barrio de Sololaki, el distrito elegante de Tiflis, alternaban desde la década de 1840 con estos edificios característicos de la ciudad rusificada, construidos por arquitectos armenios, georgianos, rusos o italianos hasta la víspera de la revolución. Tras las fachadas clásicas decoradas con estuco, detrás de las grandes puertas talladas de barniz descascarado, en los oscuros vestíbulos empapados de humedad y poblados de gatos callejeros, se esconden frescos, columnas, mármoles y bronces. Sube las escaleras al primer piso, al segundo piso, y en la penumbra tendrás la sensación de haber penetrado en un mundo subterráneo y letárgico.



Estas primeras casas a lo largo de la calle Galaktion datan de los años anteriores a la guerra de 1914: en 1911 se construyó la casa de la señora Ter-Akopan con su decoración de paisajes orientales y escenas de batalla. En la calle Matchabeli, entre las calles Assatiani y Lérmontov, el conjunto arquitectónico está mucho más deteriorado. Una casa actualmente en restauración, posiblemente anterior a 1880, cubierta de andamios, oculta una fastuosa decoración kayar combinada con estrellas de David en las ventanas. Perjudicado como está, el edificio sigue vivo —al menos he oído voces allá dentro.










Este interior revela la fascinación que sentían por la vecina Persia aquellos georgianos acomodados del siglo XIX. Fueron los primeros (y probablemente los más importantes) coleccionistas de pinturas kayar, creadas entre finales del siglo XVIII y comienzos del XX, cuyos bailarines flexibles de largas cejas y músicos afeminados evocan de algún modo las pinturas de Rousseau el Aduanero.


Además, no muy lejos, en una calle que sube la colina, sobrevive una puerta persa: justamente la de la casa del cónsul de Persia, Mirza Riza Khan.



Al otro lado de la calle, junto al acantilado, una gran casa algo más reciente (1914-1915), silenciosa y aún dormida entre el verdor, fue levantada por la familia Bozardjiant, productores de tabaco. Estaba al lado del cementerio católico que sería destruido en 1927. Más que una casa familiar, fue un inmueble para especular. Aún conserva casi intacta su lujosa decoración. La mayor parte de esta familia emigró después de 1917 (y luego tras la caída de la Georgia independiente en 1921) pero uno de los Bozardjiant continuó en el edificio tras la toma de la ciudad (y de la casa) por los bolcheviques. Beria también vivió aquí en 1928. Aún pueden admirarse los hermosos azulejos brillantes en la entrada y la escalera, las vidrieras y los vidrios venecianos todavía intactos, integrados en la carpintería de cada piso.



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