La barca de San Pedro

A finales de marzo de 1506, poco antes de la fiesta de la Encarnación, comenzó el derribo de la iglesia más antigua y más sagrada de la cristiandad occidental: la basílica de San Pedro de Roma. Los responsables no eran paganos ni herejes, sino el propio vicario de Cristo en la tierra y sucesor de San Pedro: el papa Julio II.

La excusa oficial era el supuesto mal estado de la basílica primitiva, fundada por Constantino el Grande. Pero para aquel papa megalómano la ocasión fue perfecta: un pretexto ideal para levantar otra obra grandiosa que llevara su nombre, junto a su colosal tumba –nunca realizada– diseñada por Miguel Ángel, la Capilla Sixtina que encargó al mismo artista, y los apartamentos papales decorados por Rafael. Esta vez se trataba, nada menos, que de una nueva iglesia madre para toda la cristiandad.

La empresa hizo tambalear no solo a la vieja basílica, sino también a la Iglesia misma. Las indulgencias vendidas para financiar la construcción provocaron la protesta reformadora de Lutero. Y casi dos siglos después, el proyecto concluyó con resultados bastante modestos: una inmensa pero poco inspirada mole, una iglesia patchwork llena de soluciones arquitectónicas convencionales. Su tamaño colosal se ve deslucido por una fachada mediocre, y hasta su último salvavidas – la famosa columnata de Bernini – fue «pinchada» visualmente cuando Mussolini abrió en los años treinta la gran avenida que conduce hasta ella.

Pero algo más se perdió, algo que había sido símbolo de la Iglesia y emblema de la antigua basílica: una de las obras maestras de un nuevo tiempo artístico. La fachada de la vieja basílica estaba decorada con un inmenso mosaico diseñado por Giotto: La Navicella, o La barca de San Pedro. El mosaico fue encargado entre 1300 y 1330 por el cardenal Jacopo Gaetani Stefaneschi, el mismo que encargó a Giotto el tríptico que hoy conserva la Pinacoteca Vaticana.

La escena representaba el pasaje del Evangelio de Mateo (14, 24–32), cuando los apóstoles, zarandeados por la tormenta, ven a Cristo aparecer caminando sobre las aguas. Pedro quiere imitarle; Cristo le invita y él da unos pasos, pero la duda lo vence y comienza a hundirse, hasta que Jesús lo salva y lo devuelve a la barca. El episodio, como la obra misma, tiene un carácter profundamente simbólico: la barca representa a la Iglesia y Pedro – es decir, el papa – oscila entre la fe y la debilidad humana mientras intenta mantener el rumbo entre las olas de la historia.

Copia libre de Parri Spinelli de la Navicella, hacia 1420. Museo Metropolitano de Nueva York.

La demolición de la antigua basílica y la construcción de la nueva avanzaron desde el presbiterio hacia la fachada. En 1610 las obras alcanzaron la parte frontal. Entonces, el clero de la basílica, ya repuesto del estupor inicial, intentó salvar lo que aún podía salvarse. El mosaico fue desmontado y vuelto a montar, pero en el proceso perdió gran parte de sus rasgos originales. La versión colocada por Orazio Manenti en 1674 sobre la puerta interior de la nueva basílica no es más que una débil copia barroca. Cuesta creer que Giotto reconociera en ella su paternidad.

Por fortuna, del original se conservan varias copias contemporáneas –todas ellas de calidad muy superior a la versión vaticana. Una de las más bellas se encuentra en Estrasburgo, en la iglesia de Saint Pierre le Jeune, donde la composición, casi coetánea a la de Giotto, adopta un lenguaje gótico más propio del gusto del norte de los Alpes.

Otra copia, un poco posterior, fue realizada por Andrea di Bonaiuto entre 1365 y 1367 en la llamada Capilla Española de Santa Maria Novella en Florencia –de la que escribiré más en detalle próximamente–. En ella desaparecen los demonios que soplan los vientos y aparece en cambio un pescador a la izquierda, tan concentrado en su caña que ignora por completo el milagro que ocurre frente a él, como el pescador del Ícaro de Brueghel.

Y en 2016, en la iglesia sajona medieval en ruinas de Kiszsolna (Senndorf/Jelna), en Transilvania, se descubrieron fragmentos de otra copia del siglo XIV. Junto con las de Estrasburgo, Florencia y Pistoia, pertenece al grupo de las cuatro réplicas contemporáneas conocidas de la Navicella de Giotto. Solo un ojo experto puede reconocer allí la composición, por lo que en lugar de reproducirla, remito al estudio de Tekla Szabó, que muestra además cómo esta escena inspiró otros frescos coetáneos en Transilvania y en la Alta Hungría – barcas de vela que simbolizan la Iglesia, o el martirio de Santa Úrsula y sus compañeras. Un artículo del ya desaparecido diario Népszabadság resumió muy bien la importancia del hallazgo.

La iglesia de Kiszsolna hoy y en los años cuarenta, con los restos del fresco en el presbiterio.

Pero hace apenas un año otra barca llegó al Vaticano – no menos simbólica que la pintada por Giotto. En 1986, cuando el nivel del lago de Genesaret descendió excepcionalmente, los arqueólogos descubrieron en el fango una embarcación de unos nueve metros de largo: un barco pesquero típico del tiempo de Cristo, con cuatro remos y doce plazas. El análisis por radiocarbono y los hallazgos cerámicos la dataron entre el 50 a.C. y el 50 d.C., lo que hace posible que perteneciera a Pedro o a alguno de sus compañeros pescadores.

Una réplica de esta «barca de Galilea», encargada por la familia Aponte – una dinastía de marinos activa en el golfo de Nápoles desde el siglo XVII – fue donada al papa Francisco en marzo de 2023, poco antes de la fiesta de la Encarnación.

Hoy, esta barca de San Pedro, aunque ya no corona la fachada de la basílica, recibe a los peregrinos en la entrada de los Museos Vaticanos, en el centro de la gran escalera que conduce a las galerías. Un recordatorio sereno de los orígenes de la Iglesia – y un ancla echada en el tiempo.

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