
Nunca había visto la Plaza Real así. La plaza principal del casco antiguo de Barcelona, flanqueada por restaurantes y hostales, donde si dejas caer una piel de plátano tres turistas japoneses y dos estadounidenses resbalarían sobre ella, está ahora tan tranquila y relajada como el centro de un pequeño pueblo de la «España vaciada». Apenas hay nadie en las terrazas, los precios han bajado considerablemente, y en medio de la plaza, junto a la fuente, las familias del barrio conversan y los niños juegan. Me siento en una mesa a tomar un vaso de vino. De vez en cuando, bandadas de palomas orbitan la plaza como asteroides, las invasoras cotorras argentinas se persiguen unas a otras, y de cuando en cuando una gaviota atraviesa el espacio con dignidad. Alguien tiende cuerdas entre las farolas que rodean la fuente y cuelga fotografías plastificadas de los vecinos conversando, bebiendo, jugando en distintas plazas de Barcelona. En una mesa se han colocado grandes latas de cerveza y botellas de vino, de las que cualquiera puede servirse gratis. Una mujer monta un teatrillo de títeres con cajas de cartón; el decorado es una sola sábana azul que simboliza el mar. Crea animales marinos a partir de diversos objetos y los hace flotar delante de la sábana. Los niños de la costa contemplan asombrados. Hay un cofre del tesoro en el fondo del mar; cada criatura marina asoma la cabeza para mirar dentro. La sirenita sale nadando entre los niños, acariciando a cada uno. Grandes perros tranquilos suben y bajan entre las filas. Al final, la mujer pasa el cofre del tesoro entre los espectadores para que puedan ver sus riquezas. En el fondo del cofre hay un espejo. El título de la función es: Recuperemos la plaza.




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