
Las representaciones del arca de Noé se utilizan para mostrar a quienes escaparon. Solo el hombre justo y su casa, así como el acervo genético agavillado con ellos, una pareja de cada animal de la tierra. Desde los manuscritos medievales, pasando por las pinturas al óleo renacentistas hasta los magníficos frescos barrocos, es a ellos a quienes vemos en una fila interminable embarcando o, ya en el arca, proclamando la riqueza de la creación, la grandeza solícita de Dios y la gloria de los justos. Y podemos sentir alivio y dar gracias por la justicia de Dios, porque, si estamos mirando esta pintura, entonces necesariamente nuestros antepasados estuvieron entre aquellos pocos supervivientes.
El arca de Noé. Suzdál, exposición de iconos del monasterio del Salvador y San Eutimio.La inscripción eclesiástica eslava a la izquierda del arca:
«El Diluvio ocurrió en el 601.º año de la vida de Noé, y, contado desde Adán, en el año 2243, el día del apóstol Kesar. Y Noé pasó un año entero en el arca. Salió de él en el año 2244».Agradecemos a József Attila Balázsi la transcripción y traducción, y a László Holler por la intermediación.
Sin embargo, en un icono de principios del siglo XIX de la colección del monasterio del Salvador y San Eutimio en Suzdál, vemos las cosas de otra manera. Desde la perspectiva de quienes perecieron. Aquí, el arca flota en medio de la imagen como un objeto oscuro y hermético, un platillo volante que rehúsa toda comunicación, como recordatorio de que hay algunos que escaparon, pero que nosotros, quienes permanecemos aquí, no sabemos nada de su destino.

Nuestro destino, en cambio, es este: personas y animales luchando en diversas formas y fases de agonía mortal en medio de una riada rugiente que arranca árboles de raíz, pintados uno por uno con cruel detalle, con las ropas de colores brillantes, las barbas y los peinados habituales en los iconos, pero con posturas inusuales, apresuradas, huidizas y luego aflojándose hacia la muerte, como si el diluvio hubiese descompuesto en sus elementos una pintura de icono tradicional bien ordenada.
Algunos todavía se aferran a algo: vigas sueltas, barcas volcadas, árboles arrancados, o simplemente los pies de otro para ahogarse juntos como una cadena viva. Algunos tratan de huir a caballo, y la pose de galope del animal y la capa flotante dan por un instante la apariencia engañosa de que incluso podrían haberlo logrado. A algunos el agua los sorprende dormidos y, abrazando a sus hijos pequeños, se hunden juntos. Algunos intentan salvar a su prole y otros intentan sobrevivir abandonándolos. Algunos —y no pocos— intentan rescatar a otros en el borde del torbellino, refutando que solo los malvados perecen en el diluvio. Algunos van hacia la muerte en un último abrazo amoroso.
Y los animales que más se esfuerzan ahora realmente «corren hacia la eternidad como corren las aguas», aunque, en réplica a las palabras de Rilke, está escrito en sus rostros que esta vez ven la muerte ante ellos más que a Dios, que se ha encerrado en el arca junto con los dos afortunados de su especie que sobrevivirán, y se ha vuelto inaccesible para ellos en su momento más personal, el momento de la muerte.
La historia la escriben los vencedores. Los supervivientes. Los que salen del arca, los que regresan de los lager, los que emigraron a tiempo. Ellos pintan las imágenes, que así siempre representan la ruta de escape. No hay nadie que dé testimonio de la destrucción sin escape, de la desesperación última de Pompeya, de la Atlántida, de la cámara de gas, de la iglesia cerrada e incendiada, de la marcha de la muerte de Anatolia, de Brünn, de Kazajistán.
Solo puede imaginarse de antemano y pintarse tan vívidamente como uno sea capaz de interpretarla. Para que quien pueda escapar, que escape a tiempo. Y para que, después, algo pueda servirnos también de recordatorio a nosotros, los que quedamos atrás.




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