Pelea de negros en un túnel. Sobre la nueva exposición etnográfica del Foro Humboldt

Pues bien, todo llega. Tras ocho años de martillos neumáticos y grúas gigantes, paneles de obra y desvíos del tráfico, tubos rosas (para los escombros) y tubos azules (para el agua) serpenteando por el corazón de la ciudad, el palacio real barroco finalmente se alza en medio de Berlín por segunda vez. No tan bellamente ejecutado con aquel esmerado cuidado de los viejos maestros, como la primera vez, sino más bien toscamente, como «vale, más o menos; a partir de aqui ya se puede imaginar cómo podría haber sido el original». Y, por supuesto, sólo en las fachadas exteriores, porque por dentro todo es moderno, como un centro comercial mediocre. El maestro, al parecer, proviene de ese entorno y tiene buen tacto para ello. Franco Stella, de Venecia, tiene casi ochenta años, pero aún no ha logrado un edificio verdaderamente significativo. Quizá aceptó el encargo en 2008 porque era un auténtico avispero en el que pocos se atrevían a meter la mano. Reconstruir un edificio histórico completamente destruido a partir de la nada (el palacio fue bombardeado en la Segunda Guerra Mundial, y en lugar de restaurarlo, el nuevo gobierno de Alemania del Este despejó los restos y construyó en su lugar el parlamento de hormigón, con amianto de la RDA), y además en un lugar tan sensible histórica e ideológicamente: todo el proceso de diseño y construcción estuvo acompañado de abundantes debates y críticas. La inauguración del proyecto cultural más caro de Europa se retrasó de 2019 a 2021, pero eso no es nada comparado con el hecho de que el aeropuerto más caro de Europa, en la misma ciudad, lleva casi diez años de retraso, o con que ningún tren alemán ni S-Bahn llega a tiempo.

El Foro Humboldt, como se llama el nuevo palacio, estaba destinado a ser un museo de culturas no europeas, «el equivalente alemán del Museo Británico», como pregonaba la prensa alemana. Sus colecciones —el Museo Etnográfico y el Museo de Arte Asiático— habían estado alojadas en el Museo Dahlem hasta 2015, cuando comenzó el proceso de traslado. Desde entonces, he echado dolorosamente de menos este excelente museo; a él dediqué una de las primeras entradas de este blog. Voy a ver cómo el nuevo museo supera a su predecesor —ya de por sí de categoría mundial—, y cómo el espacio más amplio y la tecnología museográfica de última generación enriquecerán la mirada a los objetos.

La instalación de las colecciones sigue en curso. Por ahora se han abierto dos secciones que recogen África-Oceanía y Asia. La segunda ha recibido realmente un gran impulso en su nueva sede: ahora se exponen muchos más objetos, y las culturas y sus contextos están mejor visualizados. Escribiré sobre esto aparte. Pero la primera impresión, la exposición africana, es deprimente. Es como si estuviéramos en un museo por completo distinto al de la sección asiática: todo es más amateur, desde la organización hasta la exposición y el etiquetado.

En el antiguo Museo Dahlem, uno de los grandes aciertos era la iluminación. Estuvo entre los primeros museos en adoptar la iluminación puntual individualizada de cada objeto en una sala en penumbra, lo que hacía que los objetos destacaran por su singularidad y plasticidad, dotándolos incluso de cierto resplandor, un aura. En el Humboldt, esta forma de presentación persiste en la sección asiática. Pero en la sección África-Oceanía, el fondo de las vitrinas es oscuro (¿por qué, cuando la gran mayoría de los objetos también es oscura?), y sobre ellos se dirigen focos duros desde el lado incorrecto del cristal. Así, lo que vemos es el reflejo de la sala, el resplandor de las ventanas y las caras de los visitantes, y apenas nada de los propios objetos inmersos en una tormenta láser de cientos de focos. La razón por la que no se aprecia demasiado esto en las fotos que pongo abajo es que intenté fotografiar las piezas menos expuestas y retoqué las fotos en muchos lugares. La impresión general queda mejor transmitida por este cuadro del polinesio Greg Semu, Autorretrato con doce discípulos o La última cena caníbal, porque mañana nos convertiremos en cristianos, aunque también he retocado algo esta foto.

Quizá no sea malo que veamos tan poco de los objetos, porque, de lo contrario, empezaríamos a preguntarnos por la identidad de cada uno. Sin embargo, el concepto de la exposición no es profundizar en los objetos individuales. En la enorme sala central de la colección africana, las obras se exponen en masa en las tres vitrinas murales, como en una tienda colonial de recuerdos, sin etiquetas, con sólo unas pocas chapas ilegibles colgadas a los pies de algunos de ellos. Increíble, pero cierto. Recuerdo que la Bradt Guide Ukraine escribía en los años noventa sobre el Museo del Ateísmo en Lemberg/Lviv (que desde entonces ha sido renombrado como Museo de la Religión, aunque la colección real no ha cambiado) que su exposición —el mobiliario de muchas iglesias y sinagogas clausuradas arrojado allí sin más— se asemeja a un bazar provinciano de trastos. El expreso de Lemberg ha llegado ahora a Berlín. Sólo puedo esperar que este sea un estado transitorio; que, así como la mayoría de las salas del plano de la sección africana sigue cerrada debido al proceso de traslado y organización de las piezas, más adelante dediquen algo de atención y cuidado a las salas ya abiertas, y entonces descubramos de dónde procedían las piezas africanas —por lo demás de alta calidad—, qué significan y qué función cumplían.

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Sin embargo, nuestras esperanzas se marchitan en las salas más pequeñas, ya dispuestas con mayor atención, donde los objetos sí tienen etiquetas. En realidad, estas salas parecen haber sido organizadas por dos museólogos distintos. Uno se ha ocupado de los objetos individuales y ha ofrecido en su mayoría información exhaustiva sobre ellos, mientras que al otro le correspondió ocuparse del concepto general. La mayoría de los objetos proceden de las colonias alemanas anteriores a 1920 en África y Oceanía —cuya historia está viviendo ahora un renacimiento con numerosas exposiciones, libros, publicaciones de colecciones fotográficas personales y memorias—, de modo que el segundo museólogo consideró que su tarea era centrarse en el pasado colonial. Y, extrañamente, utilizó el mismo enfoque que hace un siglo, pero invertido. Mientras las exposiciones nostálgicas de las décadas de 1920 y 1930 enfatizaban ante todo cuánto había dado el hombre blanco —ario— a los negros, la exposición actual se centra en los pecados cometidos por los colonizadores, en el espíritu de la culpa alemana general. No digo que no haya que afrontar el pasado, pero al mismo tiempo, yo no visito una exposición sobre África para aprender más sobre la mala conciencia alemana. Estoy aquí para conocer las culturas africanas mismas. Lamentablemente, este no es el lugar para ello. Y, en medio de la culpa profundamente purgada, esto sólo sirve como otro puñetazo a estas culturas ya bastante golpeadas.
 

Máscara que representa a un hombre europeo, década de 1880, Papúa Nueva Guinea, isla de New Ireland (conocida en la época como Neumecklenburg)

En el Museo Dahlem no tenía esta sensación de insuficiencia. Pero si la hubiera tenido, bien podría haber restablecido mi fe con una visita a la excelente librería del museo, que quizá era la mejor librería de etnografía y antropología de toda Europa. La tienda de recuerdos del Humboldt —no me atrevería a llamarla librería— es una profunda decepción en comparación con la del Dahlem, o con la de cualquier otro museo. Tazas, rompecabezas, camisetas, muñecos de peluche. De libros o catálogos, quizá una docena. Quien necesite tales cosas, que las encargue en Amazon. Aunque, por supuesto, no en el deplorable Internet alemán tercermundista, sino mejor con una fiable carta o tablilla de piedra.

Tienda del Humboldt, o la culpa se quita la máscara


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