Por la mañana recibo en Berlín una llamada desde un número georgiano desconocido. Antes de que sepa quién es primero pregunta en ruso: «¿Hablas ruso?» Después de un año de dolorosa ausencia, esta bocanada de otro gran mundo cultural me golpea con nostalgia: un mundo en el que es tan natural hablar en ruso por teléfono, incluso si llamas a un número alemán, como para nosotros sería comprobar que en esa otra punta de la línea entienden inglés. El ruso es la lengua de mediación de ese mundo, todos la hablan, aunque desde aquí apenas seamos conscientes de ello, y aprender inglés para poder conectarse con otro mundo cultural lejano es casi tan curioso como, digamos, aprender ruso aquí.
Me llaman desde la casa de huéspedes de Tiflis donde reservé nuestra estancia para el fin de semana anterior a la gran excursión de montaña de la semana siguiente. Hablamos de mandar una furgoneta para el vuelo de primera hora de la mañana: «mi hermana irá a buscaros, mándame un selfie para que pueda reconocerte». Una vez que entramos así en una relación de tipo familiar, ella pasa al tuteo, lo normal en Georgia, y dice: «¿Te importaría cancelar tu reserva en Booking? Ahora que ya hemos hablado yo te guardo la habitación y me ocupo del traslado, ¿para qué pagarles comisión, no?» Sí, reconozco esta cultura.
Uno va diagnosticando poco a poco qué vías nerviosas del mundo se han recuperado tras el gran shock. Wizzair dice que reanuda los vuelos de Budapest a Kutaisi y reservamos para el primero que sale, pero hemos corrido demasiado porque a los pocos días cancelan todos los vuelos de junio. Tras algunas búsquedas, en su lugar volaremos con LOT desde Praga, y vía Varsovia, a Tiflis.
De Berlín a Praga, en tren. Como un señor. Ya no hay que cruzar la frontera verde a pie ni enlazar las ciudades fronterizas de los dos países con un tren obrero de cercanías. Increíblemente, el tren va directo sin ningún control fronterizo hasta Praga, y luego aún más al este, a Budapest o adonde sea. Los pasajeros no están acostumbrados a viajes tan largos. Al principio los niños aún hacen ejercicio sobre los reposabrazos de los asientos pero pasado Dresde ya todos duermen. Los farallones de arenisca a lo largo del Elba —mi punto de excursión más lejano en tiempos de covid— sólo me encuentran despierto a mí.
A primera hora de la tarde llego a Praga. Ha sido un escenario importante de mis últimos meses. Es una sensación extraña pensar cuántas horas he viajado ya, y qué gran cambio es esto en comparación con Berlín. Sin embargo, no es más que un trampolín: mañana a esta hora respiraré en un mundo completamente distinto, uno con el que ni siquiera podía soñar el año pasado.
A los extranjeros se les permite entrar en Georgia desde el 1 de junio, por el momento sólo en avión, con una PCR de 72 horas. El certificado de inmunidad húngaro, expedido tras la primera dosis, es aceptado por los georgianos incluso sin test, pero las autoridades checas y polacas no, así que en cualquier caso hay que presentar la prueba para embarcar en un avión polaco. En la frontera georgiana, sin embargo, miran con comprensión mi salvoconducto de piel de lagarto, y de inmediato estoy pisando felizmente el país. Lloyd, cuyos checos no firmaron acuerdos tan astutos y ventajosos con los georgianos, tiene que presentar el certificado y, además, repetir el test en Georgia al tercer día de estancia. Y su resultado es dudoso, porque la noche anterior a la prueba, Lloyd nota en sí su sexta y hasta entonces más grave infección de covid del año [El autor exagera. –N. del ed., Lloyd]. Es posible que los síntomas no alcancen el umbral de detectabilidad, pero Lloyd es infalible en estas cosas [Ídem. –N. del ed.]. En cualquier caso, le pido que no no diga ni pío.
La hermana, en efecto, nos está esperando. Sostiene bien alto mi selfie en su teléfono, preguntándome si puedo reconocerme. La verdad es que preferiría un retrato mejor, pero por el bien del traslado, juro que soy yo. Salimos al exterior, frente al aeropuerto, rodeados por los edificios hipermodernos de la época de Saakashvili, hace quince años. La última vez que estuve en este aeropuerto fue hace casi treinta. Entonces había que llegar a pie desde el avión hasta la valla de alambre que rodeaba el aeropuerto, cruzando el prado que circundaba la pista donde, en la pequeña puerta que daba a la calle, un solo soldado armado permanecía allí para, en la rara ocasión en que llegaba un vuelo extranjero, controlar los pasaportes.
Poco después de la salida del sol llegamos al casco antiguo. Al cruzar el puente de Metekhi, el barrio bajo el castillo flota en una luz de cuento de hadas. Después de dejar el equipaje en el hotel, volvemos para fotografiarlo.

Estamos bajo la iglesia de Metekhi cuando, a las cinco y seis minutos, el espectáculo termina y las luces se apagan de golpe. Levanto la vista hacia el cielo todavía de un gris acero, donde ocho garzas blanquísimas sobrevuelan el río y luego nuestras cabezas. Un buen presagio para el mes entero que pasaremos en Georgia. El rey VaJtang Gorgasali, cuya estatua ecuestre junto a la iglesia observa el vuelo de las aves, también fundó la ciudad de Tiflis siguiendo la señal de un ave, un halcón que abatió un faisán.

Una de las misiones más importantes de nuestro viaje actual es cartografiar qué sigue funcionando en Georgia después del covid: restaurantes, alojamientos, tiendas, todo lo que puedan necesitar los compañeros de viaje en una próxima visita. Nada más llegar, salta a la vista que la red de grandes supermercados se ha reestructurado. En la antigua Calle del Bazar Armenio que va del puente de Metekhi a la Plaza de la Libertad, y que hoy lleva el nombre del príncipe Kote Abkhazi, que luchó contra los bolcheviques y fue ejecutado por ellos, varias empresas privadas explotaban cinco o seis grandes tiendas de comestibles. Siguen existiendo pero todas fueron compradas y homogeneizadas en continente y contenido por Spar.
Ahora los supermercados abren 24/7, y los jóvenes dependientes duermen sobre el mostrador cuando entro a las cinco y media a comprar el desayuno: kéfir caucásico y agua de manantial Borjomi.
Los dones que produce Georgia: kéfir caucásico, queso Sulguni, pan shotis puri hecho en tone (un horno de barro), agua Borjomi, tomate de Kajetia, hermoso en su envoltorio y tierno por dentro, calamar seco y una rosa roja marchita, esta última un regalo de la casa de huéspedes. El agua de manantial Borjomi, tan popular en todo el antiguo mundo post-soviético, fue descubierta por el general Iván Paskevich durante el asedio de la fortaleza de Ajaltsije en la guerra ruso-turca de 1828-1829. Todo el ejército ruso estaba abatido por la disentería, de modo que tuvieron que retirarse al cercano pueblo de Borjomi, donde sus soldados se recuperaron por completo en cuestión de días gracias al agua local. Tras el exitoso asedio, el general mandó analizar el agua, y se certificó que era excelente para todo tipo de trastornos estomacales. Es buenísima. Los georgianos juran por ella, sobre todo en caso de resaca, enfermedad nacional.
Y entonces sobreviene el desastre. Lloyd espera fuera, en la entrada, para sacar dinero con su tarjeta estadounidense. Sin embargo, el cajero muestra un error y se traga la tarjeta. Los dependientes se encogen de hombros: el cajero no es suyo, sino de Liberty Bank. Intentad poneros en la mente de Lloyd. Son las cinco y media de la mañana del sábado, el banco está cerrado y nadie contesta en el número de emergencia. Pero evidentemente no podemos quedarnos delante del cajero durante dos días. ¿Vosotros qué haríais? ¿Nos han mentido las garzas? Dejaremos la historia en este punto de suspense y cuando ya os hayáis mordido bastante las uñas, veréis qué hicimos.

La epidemia, como en todas partes, ha diezmado los restaurantes. Cerró Dzveli Keria, la Choza Vieja, uno de los mejores sitios georgianos, una cena ineludible para nuestros grupos de viaje. Cerró Puris Moedani, la Plaza del Pan, en el antiguo mercado judío, donde los estudiantes universitarios interpretaban canciones populares georgianas polifónicas y chansons. Me acerco con aprensión a Racha, una de las joyas de la cocina tradicional georgiana, que en su sencillez era algo así como el célebre Kádár en Budapest (que también cayó víctima del covid). A la vuelta de la esquina, un nuevo grafiti alentador: una madre y sus dos hijos llevan cántaros de vino desde Georgia en dirección a ხინკალი khinkali, la empanadilla georgiana de carne, que sólo puede referirse a Racha.

Y Racha está abierto. Es cierto que inusualmente vacío. Por ahora, en el restaurante normalmente abarrotado, sólo está el personal, comiendo en la mesa del fondo. Poco a poco entran uno o dos parroquianos, gastrónomos, parejas románticas. Como de costumbre, les llevan a la mesa el menú trilingüe —georgiano, ruso, inglés—, pero el pedido hay que hacerlo en el mostrador, con la cajera, que lo apunta en un cuadernito cuadriculado. Sirven la comida pero al final hay que volver al mostrador a pagar.
El esbozo del interior de Racha para ilustrar la letra რ – R en la guía subjetiva de la ciudad თბილისური ანბანი – Тбилисская азбука, es decir, «Alfabeto de Tiflis», de Aleksandr Florenski.
Khinkali en el restaurante Racha. El khinkali procede de las montañas del norte de Georgia, las más remotas, adonde iremos dentro de dos semanas para una excursión a caballo: Tusheti y Jevsureti, la tierra de los cruzados que quedaron atorados en la zona. Originalmente se rellenaba con carne picada de cordero o vaca con cebolla, pimienta y comino, pero hoy existen muchas variedades; en los menús aparece condimentado de diversas maneras o con rellenos de setas o verduras. Para consumirlo correctamente se requiere cierta experiencia previa. El visitante occidental, que se topa con un khinkali por primera vez, enseguida quiere lanzarse sobre él cuchillo y tenedor en mano, ante lo cual los georgianos incluso de la mesa vecina sienten una irresistible compulsión de corregirle. La esencia del khinkali es el sabroso caldo de la carne, que se derramaría si lo cortásemos. Por eso sólo se puede comer con la mano, agarrándolo por su resistente «asa» o, en georgiano, kudi, «cola», donde se juntó y cerró la masa antes de hervirlo; se muerde una puntita y se sorbe de inmediato el jugo, como muestra aquí Lloyd. Para poder hacerlo, hay que dejarlo enfriar unos minutos en el plato, de lo contrario tus dedos, o peor aún tu boca, tendrán una desagradable sorpresa en forma de quemadura. Quizá por eso el khinkali se sirve al final de la cena. El asa es dura y no se come, se apila en el plato como un trofeo, una fanfarronería silenciosa sobre cuántos de esos ravioli se han despachado. Un georgiano recio pide khinkali por decenas, pero para gente como tú y yo, recomendaría más bien empezar con tres o cuatro.
Camiseta en ruso sobre cómo comer khinkali.«¡Nunca, ¿entendido?, nunca! comas khinkali con TENEDOR Y CUCHILLO. Sería un FRACASO. Y nunca te comas el asa. Eso sería la culminación del fracaso [literalmente: el último clavo en el techo del fracaso]. El khinkali sólo se come con la mano, cogiéndolo por el asa. Muerde su pared elástica y sorbe el delicioso caldo. Y las asas se colocan triunfalmente en el borde del plato, A LA MANERA DE UN VERDADERO JIGIT*».
ჩაშუშული chashushuli, o coloquialmente ოსტრი ostri en el restaurante Racha. Este guiso especiado de carne de vaca con cebolla y tomate es el plato más popular de la cocina georgiana, por lo general uno de los dos o tres platos que ofrecen las posadas de carretera. A pesar de su nombre de sonoridad rusa – острый, «picante, fuerte»–, no es picante. Aquí hay una receta bien ilustrada que muestra cómo se hace y qué cabe esperar cuando lo traen. Aunque tiene mucha salsa, suele servirse con tenedor. Los georgianos lo «sopan» con pan shoti, pero también se puede pedir una cuchara sin que pase nada.
Ostri en la posada de carretera Kubdari Sakhli en Barjashi (Svaneti). Cuando se viaja a Svaneti, aquí tomo ritualmente el primer ostri de Georgia.
En todos los restaurantes y alojamientos pregunto a la gente local cómo han sobrevivido a las dificultades del año pasado. En general se encogen de hombros y dicen que fue duro, pero que ya ha pasado, y ahora, con la ayuda de Dios, vienen tiempos mejores. No se recrean en sus pérdidas, viven en sus tareas diarias y de sus esperanzas. Aun así, en Racha cuentan que los colegas se ayudaron mutuamente con sus reservas, y que en la época del cierre obligatorio fue bueno no tener que venir a trabajar, porque todo el transporte público de Tiflis se detuvo por completo, y quien no podía permitirse un taxi diario sólo podía venir a caballo desde las afueras o desde las aldeas cercanas. Y no eran pocos.
Un croquis del casco antiguo de Tiflis. A ambos lados de la calle Kote Abkhazi –la antigua Calle del Bazar Armenio–, que parte hacia el noroeste desde el puente de Metekhi, se extiende el antiguo barrio mercantil del bazar de Kala: el Kala bajo, en rojo, hacia el oeste, y el Kala alto, en calabaza claro, hacia el este.
No sólo el turismo, sino también las casas viejas del casco antiguo de Tiflis han sufrido mucho por el covid. No es que se hayan contagiado —y con todas las enfermedades que tienen ya de por sí tampoco les habría afectado mucho más—, pero han sucumbido muy por encima de la tasa de mortalidad húngara.
Desde que vuelvo a Tiflis —ya en 1997, pero todos los años desde 2014—, vengo constatando hasta qué punto se deteriora el casco antiguo, y sobre todo las casas del barrio del bazar de Kala en torno a la Calle del Bazar Armenio, ya desde comienzos del comunismo. Las hermosas casas con zócalos de piedra y galerías de madera alrededor de los patios, que mezclan el estilo otomano decimonónico con el modernismo que marcó Tiflis a caballo del siglo, se están desmoronando, desencajadas, amenazando ruina sobre las calles, necesitan refuerzos estructurales tanto por dentro como por fuera, con tal cantidad de contrafuertes improvisados que la viga de apuntalamiento oblicua, elemento visual común en el Tiflis actual, fue utilizada ya como motivo de diseño en la torre del teatro de marionetas posmoderno de 2010 del ingenioso Rezo Gabriadze.

Año tras año me pregunto cómo es que estas casas no se desploman sobre la cabeza de sus habitantes, y de dónde saldrá el dinero para restaurarlas de manera correcta, de modo que no se pierda este patrimonio histórico y visual inigualable. Y siempre tengo el ominoso presentimiento de que a la administración municipal le resultará más fácil derribarlas y vender los valiosos solares para nuevas construcciones. Durante el Año del Covid, cuando las preocupaciones perentorias estaban en otra parte, aquí, como en muchos otros lugares y casos, se confirmó este último presentimiento. Al caminar por las calles de Tiflis se ve un número llamativamente alto de solares recién vaciados donde todavía en 2019 se desmoronaban viejas casas hermosísimas.
El viejo Tiflis que retrató la pintora de vanguardia Elene Ajvlediani se pierde cada vez más. Acabo de comprar un álbum antiguo suyo en el mercadillo. Lo comentaré pronto.
Además hay muchas nuevas instalaciones modernas y soluciones híbridas, como en la plaza Lado Gudiashvili, centro del Kala bajo. La administración de la ciudad ha intentado vender en varias ocasiones este valioso lugar a especuladores inmobiliarios, pero los habitantes de Tbilisi protestan con manifestaciones y cadenas humanas. Finalmente, en 2018, el gobierno municipal puso en marcha un programa de rehabilitación llamado «Nuevo Tiflis», destinado a restaurar 28 casas hermosas e históricamente importantes en y alrededor de la plaza. El resultado de la restauración, que tuvo lugar el año pasado sin protesta alguna, es una especie de parque temático, como acabo de comprobar. Las nuevas fachadas son bonitas y acogedoras, pero no reproducen necesariamente el aspecto original. En muchos lugares son a todas luces escaparates estériles, compuestos a partir de los elementos atmosféricos habituales del viejo Tbilisi. Y los edificios en realidad fueron en su mayoría completamente vaciados y construidos de nuevo. El resultado será probablemente convincente para la mayoría de los turistas, pero mis conocidos de Tbilisi, que se han quejado amargamente, y yo mismo echaremos de menos el antiguo aspecto histórico de la plaza y de las casas, los pequeños detalles llenos de vida como la panadería tradicional de la esquina de la calle Tbileli, donde se podía observar el trabajo a través de las ventanas del sótano, o el café PurPur de la esquina de la calle del Catolicós Antón, amueblado con la generosidad de la cultura burguesa de fin de siglo y dotado de un balcón lleno de recuerdos. El mosaico que hice durante mi penúltimo viaje a Tbilisi, en 2019, intenta recoger el antiguo ambiente de la plaza.

Estos nuevos desarrollos me incitan a hacer un recorrido por las casas viejas de Kala todavía en pie y a documentar lo que queda. No quiero mostrar «pornografía de ruinas», ni exhibir la miseria evidente, sino mostrar cuánta belleza queda aún en estas casas antaño resplandecientes. Un grito de ayuda mientras siguen ahí, y un recordatorio para cuando ya no estén.
Al visitante occidental le sorprende que estas casas sigan libremente dispuestas a ser visitadas. Las verjas y puertas que dan a la calle están abiertas, y los habitantes no protestan ni por la entrada ni por las fotografías. Es como si consideraran el patio un espacio público. ¿Empieza el ámbito privado en la puerta de los apartamentos —que, sin embargo, también suele permanecer abierta durante todo el día hacia el patio o la galería—? Eso no lo sometimos a prueba.

La casa de la calle Ierusalimi 23 tiene dos entradas, un gran portón que da directamente al patio y una pequeña puerta por la que sube una escalera de madera bastante alabeada hasta el primer piso. Una galería de madera recorre los cuatro lados del patio, con una hermosa escalera de caracol también de madera en la esquina suroeste. En el lado sur del patio se construyó en su día una caseta de hormigón, de modo que la escalera de caracol ya no llega al nivel del patio. En el lado opuesto al portón se alza un impresionante sistema de escaleras de tres niveles. En medio del patio se ha pintado una especie de sol multicírculo y multicolor, y bajo la ventana de la cocina, detrás de él, han pegado pájaros de papel de colores.

La casa de la calle Betlemi 3 es una de las más hermosas de Kala, y además está en bastante buen estado. La escalera que sube desde la calle hasta la galería superior está rodeada por un musharabi, una pared de cristales de colores con dibujos, llamada Парадная Калейдоскоп («escalera caleidoscopio») por los blogueros rusos y en OpenStreetMaps. En el otro extremo de la galería columnada, con una barandilla calada, hay un comedor abierto, separado del resto por el rótulo «Zona privada». La casa, con su escalera volada y su comedor, abraza un jardín con grandes cerezos. Perteneció en su día a la comunidad judía; hoy viven en ella ocho familias y alberga la tienda de recuerdos Galeria 27, llamada así por sus 27 m² de superficie.

La casa modernista de la calle Beglar Ajospireli 4 fue diseñada por Mijaíl Ogadjanov (1870-1917) para Ashot Ter-Gevork Teimurazov, abad de la cercana iglesia armenia de Mughni Surb Gevorg. En el escalón frente a la entrada hay una inscripción armenia: ԲԱՐԻ ԵՎԱՔ bari yevak’, «Bienvenido». La puerta principal y la escalera están decoradas con motivos florales modernistas. El techo del portal tiene un fresco clasicista de una muchacha alada de blanco con un manto rojo y un putto, ambos esparciendo flores. La casa está siendo restaurada; sólo los detalles mencionados han quedado originales, el resto se está reconstruyendo.

La entrada principal de la casa nº 2 de Betlemi Rise, la cuesta que sube desde Kala hasta el barrio de Belén bajo la fortaleza, se abre desde la perpendicular calle Lado Asatiani 12, y sólo la escalera al primer piso da a la cuesta. Las galerías de madera aún conservan muchas decoraciones caladas. El balcón volado, visto desde las escaleras de Betlemi, define la vista de toda la calle. Restos de un cartel electoral de 1990 en el portal.
Nuestro alojamiento está en el Kala bajo, cerca del puente de Metekhi. Desde nuestra habitación abuhardillada tenemos vistas en tres direcciones. Hacia el puente y la fortaleza, sobre el barrio del bazar. En primer plano, la iglesia armenia de Norashen («Recientemente construida») de la Virgen María, edificada en 1507, que ahora permanece cerrada tras una larga pugna armenio-georgiana por su propiedad. Debajo se ve la torre cúpula de la iglesia georgiana de Jvaris Mama (Santa Cruz), fundada en el siglo V y reconstruida por última vez en el XVI. Al fondo, la fortaleza de Narikala («castillo nuevo»), construida por los persas en el siglo IV y reconstruida por última vez en los siglos XVI-XVII, así como la estación superior del teleférico que asciende desde el antiguo cauce de inundación del río Kurá, hoy Plaza de Europa, hasta la fortaleza, ofreciendo espléndidas vistas y puntos para fotografiar la ciudad.

Desde la otra ventana, una imagen tópica de Tiflis: en el balcón de una de las casas viejas ya mencionadas, una anciana tiende una espectacular colada.

Y desde la tercera ventana admiramos al profesional que, junto con la administración de la ciudad y los especuladores inmobiliarios, es el principal responsable del aspecto del Tiflis de mañana. Además de aullar de vez en cuando, su habilidad más notoria es una interpretación personal de las canciones populares georgianas. Por desgracia, en el vídeo se aprecia poco.
El ambiente del alojamiento es nostálgicamente soviético y típicamente tiflisiano. Está en una de las casas ruinosas antes mencionadas. Se han juntado dos apartamentos enteros y han conseguido la forma de un guante. La palma es uno de los grandes salones + cocina, y las demás habitaciones son los dedos, cada una con uno o dos inquilinos peculiares. Ahora que apenas viene nadie de la UE, estos sobre todo son rusos y ucranianos, pero también hay un panyabí –bien, sus contactos habrá que investigarlos más tarde–. Los huéspedes conversan constantemente en la sala de estar. Si no saliera en todo el día y me limitara a sentarme allí escuchándolos, aprendería muy deprisa un montón de cosas sobre cómo funciona el mundo. Dos rusos treintañeros de Ufá visitan ahora Tiflis por primera vez y se cuentan sus descubrimientos largamente cada noche, con tal placer que yo también desearía estar aquí por primera vez. Vladímir (lo enfatiza siempre en su presentación como «como Putin», pero no como declaración política, sino sólo para que recuerden su nombre) saca un pequeño cuerno para beber comprado en el mercadillo de Tiflis. De camino a casa, al detenerse en el parque Mihály Zichy —llamado así por el ilustrador húngaro de la epopeya nacional georgiana El caballero de la piel de pantera, cuya estatua se alza también en medio de la plaza—, querían usarlo para beber agua de la fuente pública, pero un anciano georgiano les gruñó indignado: «¡qué sacrilegio, de un cuerno sólo se puede beber vino!» Ante lo cual, subió de inmediato a su piso y regresó con una garrafa de diez litros de vino tinto, como para darles una lección: «he aquí lo que hay que beber». Ahora hacemos todos unas cuantas rondas: rusos, ucranianos, georgianos, el panyabí, el estadounidense de Praga y el húngaro de Berlín.

Rogamos a la casera que intente llamar al teléfono de emergencias del banco para ver si, contra todo pronóstico, podríamos recuperar la tarjeta de Lloyd. Mientras tanto, Lloyd ha cancelado el uso de la tarjeta en su banco de Chicago. Por supuesto, la casera tampoco puede localizarlos, pero conoce a alguien que conoce a alguien que trabaja en el banco. Esa persona le proporciona el número correcto, donde le prometen que ese mismo día, sábado, o al siguiente, domingo, pero a más tardar el lunes, recogerán la tarjeta y nos la llevarán a nuestra dirección. Esto último también nos viene bien, porque para el lunes por la tarde tenemos que estar en Kutaisi. Todo el fin de semana transcurre en esta dulce esperanza.

Es característico de los países postsoviéticos hasta qué punto viven estrechamente con sus antiguas películas de culto soviéticas en la memoria. Sus escenas, chistes, diálogos se convierten en memes, se citan y recrean, y las imágenes y esculturas de sus personajes dan una identidad familiar a muchos lugares. Ya escribí sobre esto en relación con la cadena de restaurantes «La (Dama) Prisionera del Cáucaso», que se apoya en la nostalgia por la película de culto de Leonid Gaidai de 1967. En términos húngaros, quizá podría mencionarse como paralelo El testigo (1969), de Péter Bacsó.
Esto es especialmente cierto en el caso de los georgianos, que contaron con cineastas geniales como Sergei Paradzhánov, Otar Ioseliani o Tengiz Abuladze, cuyo Arrepentimiento (1983) fue uno de los primeros hitos visuales de la Perestroika. La plaza principal de Avlabari, junto al palacio de Tiflis, presenta estatuas de Ioseliani y de personajes del cine georgiano. Y la pequeña plaza central del barrio del bazar se llama «Plaza de los cineastas georgianos» y está adornada con una versión escultórica de la famosa foto del salto de Sergei Paradzhánov.

Y en esa pequeña plaza, que ofrece un íntimo espacio verde de descanso con sus árboles sombríos en el triángulo formado por el bazar, la iglesia de Sioni y la calle Kote Abkhazi, se alza la escultura dedicada a una de las más grandes actrices del cine georgiano, Sofiko Chiaureli, que también da nombre a la plaza. Fue hija, esposa y madre de directores de cine, además de musa de Paradzhánov. El busto y las cuatro figuras menores que la rodean la representan en sus papeles más célebres, como en El color de la granada (Paradzhánov), El árbol del deseo (Abuladze) o Melodías del barrio Vera (Shenguelaia). La escultura original de su cabeza, erigida en 2009, la mostraba con los ojos cerrados, tal como aparece en la película de Paradzhánov. No fue hasta 2016 cuando el escultor Levan Vardosanidze la sustituyó por una versión con los ojos abiertos.
Un poco más adelante en la calle Kote Abkhazi, dos protagonistas de una de las comedias cinematográficas más populares de Georgia, Mimino (Gueorgui Daneliya, 1977), el piloto georgiano Mimino (Vakhtang Kikabidze) y el conductor de furgoneta armenio Rubén (Frúnzik Mkrtchián), se saludan.

El tercer personaje es el neumático que Rubén quiere vender a escondidas a cualquiera durante toda la película, sin éxito, de modo que en su imagen, en la plaza principal de su ciudad natal cinematográfica, Dilijan, en Armenia, aún lo vemos con el neumático en la mano.

En la película, Mimino empieza su carrera como piloto de helicóptero entre la ciudad de Telavi, en Kajetia, y Tusheti, en el norte de Georgia, que en aquel entonces estaba cerrada al mundo y sólo era accesible por este medio. Como nosotros iremos allí en dos semanas para una excursión a caballo, los participantes deberían ver sin falta una selección de las mejores escenas de la película, con muchas tomas aéreas de la Tusheti de entonces. (Hay que hacer clic en el enlace, porque Mosfilm no permite la inserción).

Mi escena favorita de la película, sin embargo, es cuando Mimino se abre camino hasta Múnich como piloto de avión y quiere llamar a casa, a Telavi. La telefonista, que no conoce esa ciudad, lo conecta en su lugar con Tel Aviv, donde un judío de Kutaisi, Isaac, coge el teléfono por casualidad. Cuando Mimino se da cuenta del error, quiere colgar, pero Isaac se emociona tanto al oír una voz georgiana que lo convence de no colgar, para poder cantar juntos canciones georgianas.
«¡A Georgia por 169 shékels!» Un anuncio del restaurante georgiano Mimino en Haifa para que Isaac ya no tenga que sufrir de nostalgia. Es cierto que la imagen no muestra Kutaisi ni Telavi, sino el más fotogénico monasterio de Gergeti, pero la cocina georgiana sigue siendo cocina georgiana en cualquier parte.
Tiflis está inundada de grafitis de todos modos. Por suerte, no son las pintadas burdas que vemos en Berlín, sino otras más elaboradas, con vocación de ingeniosas. Este año incluso han sacado un álbum recopilatorio

El boom inmobiliario también ha contribuido a ello, ya que los paneles de aglomerado que cercan las rehabilitaciones, obras y solares vacíos ofrecen una superficie ideal para los artistas callejeros. Algunos incluso se reciclan. En 2019, cuando la plaza Lado Gudiashvili aún estaba en obras, Noémi fotografió este grafiti de esquina en los paneles de la plaza, donde un tipo que no parece precisamente amistoso amenaza a una niña, sin saber qué es lo que lleva al otro extremo de su correa.

Mientras tanto, la rehabilitación de la plaza Gudiashvili ha terminado, como hemos visto. Los paneles se utilizan ahora para vallar otra obra en la calle Khachtur Aboviani, frente a la iglesia de Norashen. El viejo y la niña han sido trasladados aquí, pero el papel del xenomorfo lo ha asumido un león bien educado.

Probablemente porque Alien está de baja parental desde enero de este año.

Y el artista, gosha, se ha especializado desde entonces principalmente en gatos. Que tienen su encanto, no lo niego, pero resulta algo cansino pasear por la ciudad viendo las mismas figuras en cada esquina.



Gatos hay por todas partes en Tiflis, de todos modos. En la calle y en los patios, dormitando bajo un coche durante el día y peleándose bajo tu ventana por la noche. O incluso en mi librería favorita, junto a la caja y en el zócalo de las estanterías, donde los clientes les dan de comer.

El comercio del libro en Georgia es muy distinto de lo que conocemos en Europa. Fuera de Tiflis, prácticamente no hay librerías en el país, como mucho alguna papelería que venda también algunos libros. Pero las librerías de Tiflis tampoco son mucho más que eso. La experiencia básica de los intelectuales europeos —incluso en países con un público reducido, como Hungría— de entrar en una librería y hojear con gusto la oferta, parece desconocida para los georgianos. Sinceramente, no sé dónde compran libros, cómo se enteran de la oferta, si existe siquiera una oferta, si hay una edición seria de libros en Georgia. Lo que sí prospera es el mercado de libros soviéticos expuestos alrededor de las plazas principales y los mercados de las ciudades. Hay muchísimos, y uno puede hallar entre ellos verdaderas joyas por unos pocos lari. Pero la novedad más rabiosa que encontraréis tiene treinta años. Quizá sea el florecimiento de este mercado lo que demuestra que la edición moderna de libros georgianos prácticamente no existe.
El mercado de libros usados de Tiflis es denso en torno a las rampas del metro de la Plaza de la Libertad y en el mercadillo del Puente Seco.
El libro de la intérprete de guerra soviética Elena Rzhevskaya sobre la ocupación de Berlín también se publicó en húngaro en 1966. Ella fue la primera en informar sobre la identificación del cadáver de Hitler en el búnker, y sobre las «firmas» de los soldados soviéticos en las paredes del Reichstag, que se pueden ver en la portada del libro y sobre las que también escribí. Desde entonces, en otro mercado de segunda mano, en Lemberg/Lwów/Lviv, también compré un libro soviético que identifica las firmas más importantes. Hablaré de él en otra entrada..
La mejor tienda de este mercado está en la calle Dadiani, en la esquina de la Plaza de la Libertad. Una auténtica librería de viejo a la antigua, con un librero entendido y parroquianos que no sólo vienen a curiosear y comprar, sino también a jugar a las cartas y al dominó, o a alimentar a los gatos de la tienda. Cada vez que entro aquí —y no tengo que apurarme, porque abre hasta las diez de la noche— encuentro libros increiblemente buenos, álbumes, materiales sobre la historia y el arte de la ciudad y del país, en su mayoría, claro está, en ruso o en georgiano. Su sección húngara es especialmente fuerte:

Primer paseo por Tiflis, por el barrio de Belén. Recomendado para quienes vienen por primera vez, pero también para mí en cada ocasión, porque ayuda a recordar y a revivir la imagen de la ciudad. Subir a la fortaleza en teleférico desde el parque Rike y bajar a pie desde la estatua de la Madre de Georgia por el barrio de Belén, tocando cada una de las cuatro iglesias.
La orilla izquierda del río Mtkvari/Kurá en el puente de Metekhi. Todavía zona de inundación en tiempos de Dmitri Ermakov; hoy, Plaza de Europa y parque Rike, con más de un edificio moderno destacado de Tiflis, incluida la estación inferior del teleférico. Los edificios del bazar en torno al puente fueron demolidos por el «urbanismo» de Beria y Stalin en los años cincuenta.
El parque Rike y el casco antiguo vistos desde la estación superior del teleférico. En el lado izquierdo del parque, el doble «periscopio» se construyó como sala de conciertos y espacio de exposiciones (Massimiliano y Doriana Fuksas), pero nunca se abrió. Delante de él, el puente peatonal de Michele de Lucchi (2010) cruza el Kurá. Delante del puente, ya de este lado del río, emerge la torre cúpula de la catedral de Sioni del siglo XIII; a su izquierda, la torre barroca de la capilla de Teología, y luego las torres cúpula de las iglesias ya vistas de Norashen y Jvaris Mama. Desde aquí, hacia la derecha a lo largo de la calle del bazar, aproximadamente a media altura, el tejado blanco y la fachada de ladrillo rojo con ventana circular de la sinagoga, y desde allí, subiendo hacia nosotros por la ladera, el barrio de Belén. Casi justo debajo de nosotros se ve la pequeña torre cúpula verde de la iglesia de San Jorge en Kldisubani. En lo alto del barrio de Avlabari, en la otra orilla, se levanta la dorada catedral de la Santísima Trinidad (Sameba), iglesia principal ortodoxa de Tiflis, construida entre 1995 y 2004 en condiciones escandalosas (en parte sobre el cementerio y las tumbas de la comunidad armenia) y con una calidad también escandalosa.

El barrio de Kldisubani (Barrio de la Roca), Tsikhis Ubani (Barrio Bajo la Fortaleza) o Betlemis Ubani (Barrio de Belén) es la parte marcada en verde oscuro en el mapa, que baja hacia el Kurá desde la fortaleza de Narikala y el Jardín Botánico. Aquí se puede bajar por una estrecha escalera desde el pie de la enorme estatua de la Madre de Georgia. El barrio, de apenas unas pocas calles, que se asoma desde un alto parapeto sobre el distrito del bazar de Kala, está definido por tres iglesias y sus alrededores: la pequeña iglesia de San Jorge y las dos iglesias de Belén.
Todas estas iglesias fueron construidas para la comunidad armenia, y se utilizaron como iglesias armenias mientras fue posible usar iglesias en Tiflis. El propio barrio de Belén, igual que todo el distrito del bazar, fue básicamente armenio. Una peculiaridad de Tiflis, que la mayoría de sus visitantes no conoce y la mayoría de sus habitantes prefiere olvidar, es que a lo largo de su historia fue, en esencia, no una ciudad georgiana, sino multiétnica, algo que aún se ve en sus edificios. Según el último censo del Imperio zarista, en 1897 sólo cerca de un 20% de la población era georgiana, mientras que el 40% era armenia, con una proporción aún mayor en el bazar y sus alrededores. Sin embargo, durante el siglo XX, las proporciones se invirtieron gradualmente. La Tiflis actual cuenta con cerca de un 90% de georgianos, mientras que los armenios son sólo un 4,8%. Por eso, en 1990, cuando las iglesias, que durante casi setenta años habían sido utilizadas con fines industriales y sociales, volvieron a destinarse al culto, la iglesia georgiana y sus representantes locales exigieron y se apropiaron para sí de las antiguas iglesias armenias. Se eliminaron las inscripciones armenias y las cruces características de esta nación, se pintaron los interiores con frescos que seguían la iconografía georgiana tradicional (las iglesias armenias no suelen tener frescos, sino sólo inscripciones bíblicas y fundacionales), y se acuñaron para ellas genealogías históricas georgianas altomedievales, mientras que los orígenes armenios no se mencionan en ninguna parte. Esto les ocurrió también a las iglesias del barrio de Belén.
La primera y más pequeña de las tres iglesias es la iglesia de San Jorge en Kldisubani (Barrio de la Roca), cuya torre cúpula verde podemos ver justo debajo de nosotros desde la estación superior del teleférico. La iglesia, construida en 1753 (o, según los georgianos, restaurada a partir de una iglesia georgiana anterior) por el comerciante armenio Petros Zohrabian y su esposa Lalita, fue utilizada como taller de fabricación y barnizado de juguetes en tiempos soviéticos. En 1990 fue apropiada por la Iglesia Ortodoxa Georgiana. Se eliminaron las inscripciones y cruces armenias, y desde alrededor de 2010 un pintor local, con quien también hablamos, ha venido enriqueciendo la iglesia de forma constante con frescos que siguen la iconografía medieval georgiana.
Las dos iglesias de Belén, la alta y la baja, reciben su nombre del título de la primera, Madre de Dios de Belén, es decir, Natividad de Cristo. Ambas fueron fundadas por el acaudalado Meliq-Agha Bebutian, hijo de Meliq-Ashar Bebutian, que se estableció aquí desde Persia a principios del siglo XVIII, cada una junto con un convento femenino al que se invitó a monjas armenias del monasterio de Santa Catalina de Nueva Julfa, en Isfahán. Su destino desde la época soviética hasta hoy siguió el de la iglesia de San Jorge. Actualmente, ambas son iglesias ortodoxas georgianas. Cuando bajamos un domingo por la mañana a la de arriba, la liturgia está justo terminando, los fieles van dispersándose y el sacerdote charla con los feligreses más cercanos bajo el gran árbol junto a la iglesia. Entre la iglesia y el parapeto que domina la ciudad se extiende un pequeño rosal con bancos y un pozo de agua fresca de manantial. En verano, me encanta sentarme aquí entre las rosas, a la sombra de la parra, leyendo, y de vez en cuando contemplar el casco viejo abajo.
La iglesia de Belén baja está siendo decorada con flores el domingo por la mañana para la liturgia vespertina del patrón, mientras el coro de mujeres ensaya en el patio trasero. Los muchachos sentados en las escaleras frente a la puerta se dirigen a nosotros. Al enterarse de que soy húngaro, nos felicitan por lo bien que jugó la selección húngara contra los franceses el día anterior. En general, la buena actuación de la selección húngara en la Eurocopa eleva ahora el prestigio de los húngaros en toda Georgia.
Al mirar hacia abajo desde los escalones de la iglesia de Belén baja vemos una calle larga y estrecha que se extiende hasta el corazón del Kala bajo, la plaza Lado Gudiashvili. Es la cuesta de Belén, una de cuyas casas ya visitamos (más arriba). Hacia el final de la calle se levanta la cuarta iglesia del barrio, la torre-fachada de la iglesia de San Jorge de Mughni. Es la más antigua de las cuatro. Se fundó en el siglo XIII, cuando, según la tradición, el rey georgiano hizo traer aquí las reliquias de San Jorge desde la localidad armenia de Mughni. Y es la única que ha permanecido como iglesia armenia. Debido a intervenciones poco profesionales (demolición de los pórticos) sus muros estaban ya agrietados en tiempos soviéticos, cuando se utilizaba como almacén del museo, y luego su muro norte se derrumbó junto con la cúpula en 2009 (que aún vemos en todo su esplendor en la foto de abajo de Dmitri Ermakov). Su puerta fue incendiada por vándalos borrachos. Desde hace siete años observo cómo un bosque de zumaques va espesándose en su interior y ocultándola. Aun así, la iglesia georgiana también ha presentado reclamaciones sobre ella. Probablemente ésta sea su única esperanza de supervivencia.
El Museo Nacional de Georgia tiene dos edificios contiguos. El Museo de Arte se encuentra en el apéndice de la Plaza de la Libertad llamado plaza Pushkin, mientras que el Museo Arqueológico se alinea a lo largo de la avenida Rustaveli. El Museo de Arte, que desde hace mucho tiempo deseaba verlo, sobre todo por los iconos georgianos que conserva, está ahora cerrado por restauración. Sólo funciona bajo sus arcadas una pequeña tienda de copias de iconos.
El Museo Arqueológico está abierto, pero la mayoría de sus exposiciones evocan el tedio de los museos provincianos. Sólo hay una exposición digna de verse, y mucho: los antiguos hallazgos de tesoros georgianos. Los antepasados de los georgianos de hoy empezaron a asentarse en los valles del Cáucaso desde el sur, desde la dirección de Mesopotamia, en el IV milenio a. C., en parte expulsados por las ciudades-estado en expansión del Creciente Fértil, y en parte atraídos por la riqueza de las minas del Cáucaso. En el museo, una gran sala expone los tesoros cuyo oro y plata se extrajeron aquí y se labraron en joyas por orfebres de diversas formaciones estatales. La viveza de las figuras, las diminutas irregularidades de las formas geométricas imaginativas, este universo visual tan creativo de muchos centenares o miles de años resulta muy impresionante. Junto a la puerta hay la imagen de una cámara fotográfica tachada, pero nada parecido para los teléfonos móviles, así que hago fotos con este último. Probablemente interpreté bien la norma, porque el vigilante no reacciona. Claro que estas imágenes son de peor calidad, pero sirven para una primera presentación de esta riqueza. Más tarde, en la librería de la calle Dadiani, compro un álbum moderno de estos tesoros, con descripciones detalladas –en georgiano–. Me vendrá bien para aprender la lengua. Una vez que lo haya leído, publicaré también información sobre ellos.

Pero ¿qué pasó con la tarjeta de crédito de Lloyd?
No todos soportaron el suspense hasta el anuncio de su resolución. Laci Holler ideó un guion completo:
«En cuanto a la tarjeta de Lloyd, ya el mismo día en que publicaste el principio de la historia pensé en la trama de un final afortunado.
Basé la solución en mi experiencia de lo que nos pasó al final de mi primer viaje a Georgia, el 9 de mayo de 2015, día en que salimos de Kutaisi. Como a las tres y cuarto de la madrugada todo el grupo listo para marchar esperaba en vano a nuestro chófer, el señor Tengo, empezamos a preocuparnos seriamente, y a las tres y media tú lo llamaste. Lo despertaste; dijo que estaría allí en unos minutos, pero en realidad avisó a su famulus, que llegó a nuestro hotel quince minutos después. Así que a las 03:50 pudimos salir. El conductor voló por las casi vacías carreteras, y a las cuatro y diez estábamos en el aeropuerto. Aunque había bastante gente, ya que dos aviones salían con unos pocos minutos de diferencia, todos facturamos a las cuatro y media, y a las 5:20 nuestro avión despegó. Sólo después supimos por ti que inmediatamente después de la llamada de alarma a su famulus, el maestro Tengo despertó a su antiguo compañero de escuela, el alcalde de Kutaisi, y le ordenó que llamase a los controladores de vuelo para que no permitieran el despegue del vuelo de Wizzair hasta que todo el grupo de Tamás Sajó estuviera a bordo. Y así todo salió bien.
De modo que me imagino que, tras engullir el cajero la tarjeta de Lloyd al amanecer del sábado, y después de que sonara el número de emergencia de forma ininterrumpida y durante largo rato sin que nadie contestara, tú despertaste a tu casera, que empezó a actuar en más de una dirección. Primero, hacia el banco, para que vinieran los técnicos y sacaran la tarjeta. Luego, hacia la policía, para ver si el departamento de lo criminal tenía un «especialista» (quizá en prisión preventiva) capaz de hacerse cargo de tales problemas con los medios técnicos adecuados. Y, en tercer lugar, esperó a que se despertara su nieto, para ver si éste o alguno de sus compañeros de clase podía introducir un código especial o una secuencia de teclas en el cajero y, finalmente, darle un puñetazo de los buenos para que la tarjeta saltara fuera de la máquina.
No podría aventurar qué camino resultó exitoso al final, pero creo que el cajero gordiano se rindió poco después de vuestra marcha de Tiflis y se le arrancó la prsa por las bravas. Y bien está lo que bien acaba: la hermana de tu casera de Tiflis llevó por fin, personalmente, la «tarjeta de la suerte» de Lloyd hasta Kutaisi.
Lloyd sólo tuvo que reactivar su tarjeta bloqueada en el banco estadounidense, lo cual, por supuesto, ya es otra historia…»
El escenario de Laci se basa en la regla número uno de la gestión soviética (y española, añade Wang Wei) de incidentes, que dice que todo puede manejarse del modo más eficaz mediante contactos personales. Así empezamos nosotros, cuando pedimos a nuestra casera que hiciera la llamada para llegar al número correcto, y desde allí a la promesa de que traerían la tarjeta a nuestra casa de huéspedes a más tardar el lunes. Pero la gestión soviética de asuntos tiene también otras reglas. Por ejemplo, cuando no se tienen personas de contacto, o cuando no se tiene tiempo para esperar a que lo resuelvan a la habitual, jovial y lenta manera soviética. Lo nuestro fue un caso de manual porque sólo logramos resolverlo con dos reglas más de este orden.
El sábado se fue, el domingo voló, amaneció el lunes y la tarjeta seguía sin llegar a nuestro hostal. Tras unas cuantas llamadas, resultó que, aunque la habían sacado del cajero el lunes por la mañana, la habían llevado a una sucursal especializada de Liberty Bank. Hay que ir a por ella, entonces. Vamos. La tarjeta está allí. Lloyd se identifica. La tarjeta es suya. Lo más natural del mundo sería que se la dieran. Pero no. El espíritu soviético favorece la comunicación entre instituciones por encima del individuo. Lloyd debería escribir un mensaje a su banco estadounidense para que éste escribiera un mensaje a Liberty Bank, para que pudieran entregar la tarjeta a Lloyd. Intentamos explicarle a la señorita que en Chicago son las cinco de la mañana, y que para cuando alguien lea el mensaje y haga lo que corresponda, nosotros ya no estaremos en Tiflis, quizá ni siquiera en Georgia.
Segunda regla: hay que hablar con un funcionario postsoviético reconociendo la norma a la que se refiere, pero apelando a su comprensión humana. Todo ello con gran paciencia. Sin exigir, como los turistas occidentales que golpean la mesa en nombre del derecho y la razón, porque con eso lo echas todo a perder en un entorno en el que no hay ni derechos ni razones, y en el que la mesa es un tesoro sagrado. De este modo quizá inspires a la persona a encontrar una solución individual creativa al problema dentro de su margen de maniobra. Y normalmente se encuentra alguna.

Si, sin embargo, no hay solución dentro de su margen de maniobra, le sigue la tercera regla: где ваш начальник, «¿dónde está el encargado?». No para castigarla, sino para ver si hay solución dentro del margen de maniobra de un superior. O dentro del margen de maniobra del jefe del jefe, выше, всегда выше, «más arriba, siempre más arriba», como dice la canción de los aviadores soviéticos.
Mientras tanto, no hay que dejar pasar oportunidades: cuando la señorita dice «de verdad, no puedo hacer nada, lo siento mucho por ustedes», hay que replicar: «no lo sienta por nosotros, sino por ustedes. Nosotros sólo perdemos una tarjeta en este sistema soviético, pero ustedes se pierden la vida entera». Para un georgiano, pocas cosas hay más insultantes que llamar soviético a su país, así que la señorita se muerde el labio y sigue intentándolo con más brío, para ver si puede demostrarle algo al extranjero.
Aplicando las tres reglas, llegamos a un peldaño de la escalera al cielo donde —quién sabe por qué, y por qué precisamente allí— algún jefe de rango adecuado tiene ya el margen de maniobra que le permite decir: «vale, que firmen algo y dadles la tarjeta». Llegar a este instante angélico nos llevó cuatro horas de espera en el banco.
«Por favor, no vuelva a usar esta tarjeta en nuestros cajeros», la señorita entrega el rehén a Lloyd. «Nunca más lo haré, lo juro», pronuncia Lloyd solemnemente.

Celebramos el éxito con una delicadeza típicamente georgiana, cuyo antiquísimo nombre es თრდელნიკი trdelník, en húngaro kürtős kalács y en inglés chimney cake. Esta golosina debe de haber llegado a Tiflis el año pasado, el año del covid, porque antes no la había visto. La distribuye la franquicia Lumier, que tiene muchos puntos de venta por toda la ciudad. A diferencia de su versión székely original, cuyo carácter festivo —como es habitual en las regiones pobres de Transilvania— se crea a partir del azúcar espolvoreado sobre la masa, la versión georgiana sigue el trdelník praguense contemporáneo, cuya «chimenea» suele rellenarse hoy de helado. El dependiente del local de la calle Chavchavadze conoce al dedillo el origen checo y, además, el húngaro de la confitería, pronuncia correctamente los nombres de ambas versiones, y ofrece con alegría su descendiente georgiano a estos expatriados praguenses y húngaros para que lo prueben.
Dos semanas más tarde, en el local de la franquicia de la calle Pushkin, volvemos a dejarnos seducir por un თრდელნიკი. Mientras el chico rellena el cucurucho, entran en la tienda dos pequeños vagabundos, como los buscadores de pan de Rimbaud, con ropa hecha jirones, con cicatrices de viejas batallas en la cabeza rapada del menor. Es evidente que vienen a pedir algo. El joven agarra dos cucuruchos vacíos, pone dos fresas en cada uno y se los entrega a los niños. Los pequeños clochards salen corriendo de la tienda, encantados. «Ya sabe, la dirección nos prohíbe estrictamente dar nada a los mendigos», siente la necesidad de explicarse el joven, «pero, bueno, uno es persona primero, y sólo después empleado.»











Add comment