El hotel Meissl & Schadn, Viena

 


Durante la temporada de las grandes exposiciones en Viena, desde finales de otoño hasta comienzos de primavera, uno suele caminar por la Kärntnerstraße, que conduce desde la Stephansdom hasta los museos. En la esquina donde hay que doblar para ir a la Albertina, un mosaico inusual que recorre todo el segundo piso de un edificio llama la atención entre las fachadas hipermodernas de la elegante calle comercial. Las figuras del mosaico simbolizan a distintos pueblos. Si uno descifra cuidadosamente sus identidades, suman la etnografía de los cinco continentes.


El eje central del edificio está, por supuesto, lleno de alegorías de Europa, con el escudo de armas de Austria en el centro, rodeado por una mujer que encarna la ciudad de Viena y un caballero alemán armado. Sobre ellos, un hombre y una mujer dan su figura al comercio y la industria, las vocaciones de Europa. De entre los pueblos característicos de Europa, podemos ver a la izquierda a un francés con un gorro frigio revolucionario, y a un italiano con un sombrero de Dux; y a la derecha, dos pueblos difíciles de identificar –quizá un antiguo germano y uno de los afortunados europeos orientales–. En lo alto del grupo se eleva el genio de la Luz, que inunda con su resplandor a todos los demás continentes desde arriba.


En el eje izquierdo, los pueblos del Nuevo Mundo yacen en feliz ociosidad, una mezcla de indios y gauchos. Bajo la ventana, un motivo maya dorado evoca el nivel más alto de civilización que jamás alcanzaron. La pose de la mujer indígena evoca las estatuas fluviales de la Fuente Donner en el vecino Neumarkt, así como los epitafios de los Médici de Miguel Ángel. De un modo extraño, también aparece entre ellos un austriaco al estilo del Viejo Shatterhand, con atuendo del salvaje Oeste, que les trae la luz de Europa y la bandera de Austria sobre un caballo blanco.



En términos de composición y motivos, el tercer eje, el de la derecha, es el más fascinante, con las alegorías de los pueblos de Oriente. En el centro, entre las dos ventanas, se abre una puerta morisca andalusí en forma de herradura por la cual sale un joven camellero negro guiando a su animal por la brida. A la izquierda hay una pareja india; a la derecha, una árabe: el atributo tópico de la primera es el incienso y el de la segunda la seductora odalisca. Entre ambas parejas, una dama japonesa en kimono sostiene un jarrón chino, aludiendo al japonisme de fin de siglo. El fondo de la pareja india incluye un motivo javanés estilizado, y el de los árabes una alfombra persa.



Y el motivo más peculiar: a la derecha de la puerta en arco de herradura, sobre la ventana, hay un faravahar, el símbolo identitario de los zoroastrianos iraníes, una alegoría de Dios con alas extendidas. Cierto es que está transformado de manera un tanto arbitraria: falta en él la figura masculina benéfica que suele aparecer en su centro, y las dos patas de ave se reinterpretan como cobras. Parece que el artista había visto ya el motivo, pero no lo comprendió o lo consideró un elemento decorativo oriental adaptable a discreción.


¿Dónde pudo ver un artista vienés el símbolo zoroastriano de Dios a finales del siglo XIX? Puede sorprender, pero tuvo bastantes ocasiones para ello. Como describe en detalle la Encyclopaedia Iranica, las relaciones comerciales y más tarde diplomáticas, militares y culturales entre Austria y Persia se desarrollaron mucho durante el siglo XIX. El Sha, atrapado entre las pinzas de Rusia y Gran Bretaña, encontró un aliado externo en Austria, aún una gran potencia por entonces. De allí pidió el apoyo de especialistas para la modernización de la educación y de la tecnología militar persas, y existía un comercio austro-persa considerable entre los puertos de Trieste y Trebisonda. El Sha Naser-al-Din, de la misma edad que Francisco José y que subió al trono el mismo año de 1848, también participó en la Exposición Universal de Viena de 1873 y, tras su visita austríaca de 1878, también en la Exposición de Tapices de Viena de 1891, que tenía una atención especial a la industria textil persa. Una multitud de entusiastas orientalistas austrohúngaros visitó los monumentos de Persia y publicó sus experiencias al volver a casa. Y, claro, no pasaron por alto el exótico faravahar.

El faravahar en Persépolis, en el palacio del rey Darío del siglo V a. C., en el cual muchos viajeros austrohúngaros del siglo XIX dejaron grabadas sus firmas.

¿A qué propósito estaba dedicado un edificio adornado con mosaicos tan magníficos? Hoy en día, la planta baja alberga una casa de cambio, lo cual justificaría de algún modo la exhibición de los pueblos del mundo, pero en los pisos superiores hay una tienda de ropa, claramente sin ningún interés para una parte importante de esos pueblos representados.

Pero hoy lo que queda del edificio ni se acerca a cuando estaba en su apogeo a finales del siglo XIX, cuando era visitado desde su lado de la Kärtnerstraße por todos los pueblos del mundo, y desde el Neuer Markt por la élite de Viena. En realidad, el bloque, construido en 1894-1896 en estilo neogótico romántico, era el Hotel & Restaurant Meissl & Schadn. Desde la Kärtnerstraße, uno de los hoteles más elegantes de Viena, cuyos huéspedes cosmopolitas están referidos en el mosaico de la fachada realizado por Eduard Veith, el único elemento que sobrevive después de haber sido bombardeado por los estadounidenses y saqueado e incendiado por los soviéticos. Y albergaba uno de los mejores restaurantes de la ciudad, alabado por los autores contemporáneos como el Rindfleischparadies, el paraíso de la carne de ternera.

De hecho, el restaurante Meissl & Schadn ofrecía nada menos que veinticuatro platos de carne de vaca con diez guarniciones distintas, todas siguiendo recetas vienesas de siglos de antigüedad. Sentarse a sus manteles era un privilegio que sólo podía permitirse la élite vienesa. No es casualidad que el 16 de octubre de 1916 el socialista Friedrich Adler asesinara al primer ministro el conde Karl Stürgkh en la mesa del Großer Speisesaal, aquí mismo, en protesta contra la guerra. (El conde Stürgkh también había firmado el edicto de Francisco José A mis pueblos). El atentado convirtió tanto al conde Stürgkh como a Adler en mártires —al primero en su muerte, al segundo en vida— y aumentó aún más la fama del restaurante. De tal modo que los escritores y periodistas de calibre verdaderamente alto —Karl Kraus, Egon Erwin Kisch, Maximilian Harden— empezaron a dedicar artículos al restaurante en los cuales además de cuestiones de justicia política también escribían sobre las virtudes de su cocina. Pero a todos ellos superó Joseph Wechsberg, cuyo recuerdo del Tafelspitz del Meissl & Schadn es a la vez un himno a la cocina vienesa y a la vieja Viena desaparecida.

Joseph Wechsberg, como tantos que hicieron grande a la ciudad imperial, procedía de provincias, de una familia judía morava. Tras estudiar en Viena y París, se convirtió en periodista en Praga. El gobierno checo lo envió a América en 1938, justo a tiempo para promover la posición checa sobre los Sudetes. Desde allí sólo regresó en 1943 como corresponsal del ejército estadounidense. A partir de entonces, escribió sólo en inglés, presentando al público americano la Europa desaparecida en la que había crecido. En su libro Blue Trout and Black Truffles: Peregrinations of an Epicure, una apoteosis de la cocina europea, publicado en 1954, dedica un capítulo entero al menú de carne de vaca del antiguo Meissl & Schadn. No está traducido al español. Aquí damos esta muestra magnífica:


 

El Tafelspitz del Hofrat *
 
Pocos estadounidenses consideran la carne de vaca hervida como el manjar gastronómico que se conoce en Europa central. En Viena hubo un restaurante que los gastrónomos locales tenían en altísima estima por su carne hervida —veinticuatro variedades distintas, para ser exactos—.

El restaurante era Meissl & Schadn, un establecimiento de reputación internacional, y las especialidades de carne hervida de la casa se llamaban Tafelspitz, Tafeldeckel, Rieddeckel, Beinfleisch, Rippenfleisch, Kavalierspitz, Kruspelspitz, Hieferschwanzl, Schulterschwanzl, Schulterscherzl, Mageres Meisel (o Mäuserl), Fettes Meisel, Zwerchried, Mittleres Kügerl, Dünnes Kügerl, Dickes Kügerl, Bröselfleisch, Ausgelöstes, Brustkern, Brustfleisch, Weisses Scherzl, Schwarzes Scherzl, Zapfen y Ortschwanzl.

La terminología estaba destinada a dejar perplejo a cualquiera que no hubiera pasado la primera mitad de su vida adulta dentro de los límites de la ciudad de Viena. Era concisa y ambigua al mismo tiempo; ni siquiera los patriarcas vieneses coincidían siempre en dónde terminaba exactamente el Weisses Scherzl y empezaba el Ortschwanzl. Los compatriotas austríacos procedentes de las oscuras tierras alpinas del interior de Salzburgo y el Tirol rara vez conocían los matices sutiles de distinción entre, digamos, Tafelspitz, Schwarzes Scherzl y Hieferschwanzl —todos ellos designados en Estados Unidos como brisket o plate of beef—, o entre los diversos Kügerl. Los antiguos carniceros vieneses, con el pulso firme de distinguidos neurocirujanos, eran capaces de diseccionar la canal de un novillo en treinta y dos cortes distintos, y en cuatro calidades de carne. Entre los cortes de primera calidad no sólo estaban el tenderloin, el porterhouse, el sirloin y el prime rib de vacuno, como en otros lugares, sino también cinco cortes destinados exclusivamente a la cocción en agua: dos Scherzl, dos Schwanzl y el Tafelspitz. A diferencia de la América de hoy, donde un novillo se despieza de una manera menos complicada y por completo diferente, en Viena sólo la mejor carne era lo bastante buena para ser hervida.

Había que ser carnicero, veterinario o cliente habitual de larga duración en Meissl & Schadn para conocer exactamente las características de estos Gustostückerln (bocados de sibarita). Muchos vieneses habían nacido en las provincias de la monarquía austrohúngara: Alta Austria, Serbia, Eslovaquia, el Tirol del Sur, Bohemia o Moravia. (Aún hoy, ciertas páginas de la guía telefónica de Viena contienen tantos apellidos de sonido checo como la guía telefónica de Praga). Esos antiguos provincianos estaban ansiosos por borrar su pasado poco vienés; trataban de barnizar su arrivisme; querían ser más vieneses que la gente nacida y criada allí. Una manera de exhibir la propia Bodenständigkeit —el arraigo auténticamente vienés— consistía en ostentar un conocimiento erudito de los términos técnicos para la carne hervida. Era casi como la jerga codificada de un club exclusivo. En Viena, quien no era capaz de hablar con competencia de al menos una docena de cortes distintos de carne hervida no pertenecía, por mucho dinero que hubiera ganado o aunque el Káiser le hubiera concedido el título de Hofrat (consejero áulico) o de Kommerzialrat.

Los clientes de Meissl & Schadn estaban perfectamente familiarizados con la constitución física de un novillo y conocían la ubicación anatómica exacta de Kügerl, Scherzl y Schwanzl. En Meissl & Schadn, la precisión era la nota dominante. Uno no se limitaba a pedir «carne hervida» —del mismo modo que uno no entra en Tiffany y pide «una piedra»—, sino que dejaba meridianamente claro qué quería exactamente. Si uno era cliente habitual de la casa, ni siquiera tenía que pedir, porque al verle ya sabían lo que quería. Un cliente habitual de Meissl & Schadn nunca cambiaba su corte favorito de carne hervida.

El restaurante formaba parte del célebre Hotel Meissl & Schadn, en Hoher Markt, al que los potentados de incógnito eran aficionados por su servicio discreto y altamente personalizado. Las camareras parecían abadesas y conocían las idiosincrasias de cada huésped. Si un hombre venía a Meissl & Schadn después de no haber estado allí en diez años, podía encontrarse una almohada pequeña y dura bajo la cabeza porque la abadesa no había olvidado que le gustaba dormir sobre firme.

Había dos restaurantes: la Schwemme en la planta baja —un lugar plebeyo, con precios más bajos y manteles de cuadros— y el restaurante de lujo en el segundo piso, con precios altos y manteles de damasco níveo. Las alturas estaban bajo el mando del gran Heinrich, que ya era un venerable octogenario cuando lo vi por primera vez, a finales de los años veinte..
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Era un hombre macizo y corpulento, con las mejillas rosadas de un niño sano y la sabiduría de un patriarca bíblico. Tenía las manos y las papadas colgantes y le costaba seriamente mantener los ojos abiertos. Nunca se movía de su puesto de mando, cerca de la puerta, desde donde abarcaba con la vista todas las mesas, como un almirante en el puente de su buque insignia inspeccionando las unidades de su flota. Poca gente en Viena había visto jamás a un almirante en carne y hueso, pero todo el mundo coincidía en que Heinrich parecía más un almirante que muchos de los de verdad. De vez en cuando su pulso dejaba de latir y sus párpados se abatían, y se quedaba suspendido entre la vida y la muerte, pero el défilé de camareros cargando fuentes de plata con diversos cortes de carne hervida no dejaba nunca de devolverlo a la vida.

Heinrich había pasado su vida al servicio fiel de emperadores, reyes, archiduques, Hofräte, artistas y generales, inclinándose ante ellos, besando las manos de sus damas o esposas. Su espalda encorvada había adoptado la curvatura del arco iris, reflejando los sutiles matices de su reverencia, desde la media reverencia impersonal con la que despachaba a los nuevos ricos, hasta la afectuosa reverencia profunda, reservada a sus viejos habitués, consejeros áulicos empobrecidos y aristócratas que vivían de la venta de un cuadro tras otro.

Entre Heinrich y sus clientes habituales regía un protocolo estrictamente regulado y altamente civilizado. Al entrar en el restaurante, el huésped era saludado por Heinrich —o, mejor dicho, por la espalda doblada de Heinrich, que expresaba el grado exacto de respeto en que se tenía al huésped—. La profundidad de la reverencia de Heinrich dependía de la posición social del cliente, de su gusto y conocimiento de la carne hervida, y de su antigüedad. A un hombre le llevaba entre veinticinco y treinta años ganarse la reverencia profunda en toda regla. A tales personas se las saludaba con un «Meine Verehrung, küss die Hand» (mis respetos, le beso la mano), palabras más respiradas que susurradas, y nunca pronunciadas; Heinrich ya no era capaz de hablar.

El huésped era conducido a su mesa por uno de los capitanes de Heinrich. Cada huésped tenía siempre la misma mesa y el mismo camarero. Existía un respeto mutuo entre camarero y cliente; cuando uno de los dos moría, el otro acudía a su funeral. El camarero sujetaba la silla para el cliente y esperaba hasta que éste estuviera sentado cómodamente. Uno de los axiomas de Heinrich era que «un hombre no disfruta de su carne si no está bien sentado».

Cuando el cliente estaba instalado, el camarero se situaba frente a él, esperando que hiciera su pedido. Era una mera formalidad, ya que el camarero sabía lo que el cliente quería. El cliente le hacía un gesto con la cabeza; el camarero, a su vez, hacía un gesto al commis; y el commis partía hacia la cocina.

El pedido del commis a los cocineros tenía el sabor altamente personal que distinguía todas las transacciones en Meissl & Schadn. Era: «El Schulterscherzl para el general D.», o «El conde H. está esperando su Kavalierspitz.» Esto implicaba un alto grado de exigencia por parte del cliente habitual, que no se daría por satisfecho con una definición tan poco precisa como Kavalierspitz: su paladar refinado exigía que recibiera su parte privada, muy particular, de un Kavalierspitz.

Transcurrido el intervalo oportuno, el commis traía la carne en una pesada fuente de plata cubierta. Algunos pedían un consomé antes de la carne; el consomé claro era el único plato previo que Heinrich aprobaba. Tras el commis venía el piccolo, un gnomo de ocho años vestido con un esmoquin diminuto y una pajarita de juguete. El trabajo del piccolo consistía en servir la guarnición: rábano picante rallado preparado con vinagre (Essigkren), con puré de manzana (Apfelkren) o con nata montada (Oberskren); mostaza, pepinillos, patatas hervidas, col hervida, espinacas o cualquier otra cosa que el cliente quisiera con la carne.

Entonces se desarrollaba un elaborado ritual. El camarero había permanecido inmóvil, observando a sus subordinados mientras ponían las distintas fuentes sobre una pequeña mesa auxiliar junto a la mesa del cliente. Ahora el camarero daba un paso al frente, levantaba la tapa de la fuente de plata y realizaba la «presentación» de la carne. Era otro movimiento puramente ritual, ya que el entusiasta asentimiento del cliente estaba descontado. El camarero servía la carne en un plato caliente, lo colocaba sobre la mesa frente al cliente, daba un paso atrás y miraba a Heinrich. Entonces el cliente, a su vez, miraba a Heinrich.

Seguía un minuto cargado de suspense. Desde su puesto de mando, Heinrich inspeccionaba la mesa, abarcando de un solo vistazo la carne, la guarnición, los accesorios, el decorado, la posición de la silla y de la mesa. Era difícil entender cómo lograba ver nada a través de la estrecha rendija de sus párpados casi cerrados, pero ver, veía. Daba una ligera inclinación de cabeza de aprobación al camarero y al cliente. Sólo entonces un auténtico cliente habitual empezaba a comer.
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Se ha considerado generalmente que las palabras de la prosa ordinaria son inadecuadas para expresar los deleites de la carne hervida en Meissl & Schadn. Muchos poetas austríacos se sintieron movidos a alabarla en verso mientras se regalaban con un Hieferschwanzl casi perfecto. Pero los poetas, especialmente los poetas austríacos, rara vez se distinguen por su tenacidad en los propósitos, y de algún modo no se tomaban la molestia de poner por escrito sus poemas al salir del restaurante. Richard Strauss, devoto ardiente del Beinfleisch, pensó a menudo en escribir un poema sinfónico sobre su plato favorito, pero después de terminar su ballet Schlagobers (Nata montada), consideró que otra composición importante consagrada a una especialidad gastronómica austríaca podría ser malinterpretada por la posteridad y resentida por sus admiradores en Alemania que, como la mayoría en aquel país, detestaban Viena. Strauss, nada ajeno a sus nada desdeñables derechos de autor alemanes, abandonó el proyecto.

«Lástima que lo hiciera», decía no hace mucho un crítico musical vienés admirador de Strauss. «Un poema sinfónico sobre el Beinfleisch podría haber superado incluso la belleza trascendental de Muerte y transfiguración
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Había una razón para la excelencia de la carne que se servía en Meissl & Schadn. El restaurante poseía rebaños de ganado que se mantenían dentro de una gran refinería de azúcar en un pueblo al norte de Viena. Allí se alimentaba a los novillos con melaza y pulpa de remolacha azucarera, lo que daba a su carne una textura marmórea extraordinaria, así como su sabor, terneza y jugosidad. Los animales se sacrificaban en el momento justo y la carne se conservaba en cámaras frigoríficas entre una y dos semanas.

En Viena, en aquellos tiempos, la carne hervida no era un plato, era una forma de vida. Los ciudadanos de la capital del Danubio, cuando se aventuraban en tierras extranjeras y hostiles donde la carne hervida no era más que carne hervida, llevaban consigo libros de cocina vieneses que incluían el diagrama anatómico de un novillo, con sus particiones y subdivisiones numeradas que indicaban los Gustostückerln. Era una precaución sensata. Incluso en los países de habla alemana, las expresiones técnicas que designan los diversos cortes de vacuno varían de una región a otra. El Tafelspitz vienés (brisket), por ejemplo, se llama Tafelstück en Alemania y Huft entre los suizos de habla alemana. Un Beinfleisch vienés se llama Zwerchried en Alemania y plat-de-côte entre los suizos.
 
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Los consumidores vieneses de carne hervida son chauvinistas vehementes. No reconocen el New England dinner estadounidense, el pot-au-feu francés ni la petite marmite.

«La carne de la petite marmite se cuece en una olla de barro», me explicó un erudito del Tafelspitz. «Y se le añaden cuellos y alas de ave. ¡Increíble!» Se estremeció ligeramente.

Los expertos vieneses no tienen en gran estima el bœuf saignant à la ficelle, carne poco hecha con un cordel, un gran plato francés. Un trozo de solomillo se envuelve firmemente con un cordel, se asa rápidamente en un horno muy caliente y se sumerge sesenta segundos —ni cincuenta y ocho ni sesenta y dos, sino sesenta— en consomé hirviendo justo antes de servirlo. El jugo queda atrapado dentro de la carne sonrosada gracias al truco del asado y cocido rápidos.

Pero los vieneses sí reconocen el Tellerfleisch, otra especialidad local. El Tellerfleisch (el nombre significa «carne de plato») se come sólo entre comidas. Consiste en un plato hondo lleno en dos tercios con sopa clara de carne, zanahorias hervidas, cebolletas partidas, perejil picado, con un trozo de carne hervida casi, pero no del todo hecha, y varias rodajas de tuétano espolvoreadas con cebollino picado.

En Viena había dos escuelas para cocer la carne. La gente a la que le importaba más un caldo fuerte que la propia carne ponía la carne cruda en agua fría y la dejaba cocer suavemente durante horas, a fuego lento. Añadían perejil, zanahorias, cebolletas, apio, sal y pimienta. Al cabo de una hora se espumaba la capa blanca que se formaba en la superficie. A veces se añadía media cebolla frita directamente sobre la placa del fogón, para dar al caldo un color oscuro. Otros, que querían su carne jugosa y tierna, la ponían directamente en agua hirviendo y la dejaban hervir a fuego suave. Esto cerraba los poros de la carne y conservaba los jugos en su interior.
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El Meissl & Schadn fue alcanzado por las bombas estadounidenses en marzo de 1945. Unas semanas más tarde, los libertadores del Ejército Rojo arrojaron trapos empapados en gasolina dentro del edificio semidestruido y le prendieron fuego. El hotel ardió. Pero la tradición que había hecho de Meissl & Schadn un gran restaurante ya había llegado a su fin mucho antes. El restaurante era una creación de la monarquía de los Habsburgo; su prosperidad y su decadencia reflejaban la grandeza y el declive del imperio del Danubio. Con la ayuda de Heinrich, sobrevivió a los frenéticos años veinte, pero cuando él murió, el restaurante estaba sentenciado.

«La gente entraba y pedía "carne hervida"», recuerda hoy un antiguo cliente habitual. «Era escalofriante.»

Los carniceros vieneses han olvidado los matices finos del despiece de un novillo, y los cocineros no saben cómo cortar un Tafelspitz. Los trozos pequeños del extremo puntiagudo del Tafelspitz triangular se cortan a lo largo de la fibra, pero el extremo superior, grande, largo y fibroso, debe cortarse en sentido transversal.

Hoy, la mayoría de los restaurantes vieneses sirven Rindfleisch o Beinfleisch sin especificación alguna. El ganado se cría y la carne se corta y cuece sin el cuidado amoroso que la convertía en tal manjar. A menudo es dura y seca, y la sirven camareros ignorantes que recomiendan a sus clientes platos «exteriores» caros, como el pollo de Estiria o la langosta de importación. Los camareros se preocupan más por el tamaño de sus propinas que por la satisfacción del paladar del cliente. Los propietarios de restaurantes, que operan según el principio de hacerse ricos rápidamente, ya no mantienen rebaños de ganado dentro de refinerías de azúcar. No sería rentable, dicen; además, muchas refinerías están situadas en la zona soviética de Austria.
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Donde estuvo antaño Meissl & Schadn, hoy hay un edificio de oficinas. La mayoría de los clientes habituales de Heinrich han muerto, y los pocos supervivientes han sido dispersados por los vientos de la última guerra. De vez en cuando, dos de ellos pueden encontrarse en algún restaurante vienés anodino cuyo menú ofrece un Tafelspitz, un corte de carne hervida de primera calidad que –los viejos clientes pueden verlo de un vistazo– es en realidad Kruspelspitz, un corte de cuarta categoría, algo comparable al chuck o round de vacuno estadounidenses.

En tales momentos de abatimiento, es probable que los viejos clientes recuerden, con un suspiro nostálgico, aquel día a finales de los años veinte en que el viejo y digno Hofrat [consejero áulico o imperial de la antigua Viena] von B., uno de los clientes favoritos de Heinrich, entró en el comedor de Meissl & Schadn exactamente a las doce y cuarto, como había hecho casi todos los días durante los últimos veintisiete años, y fue conducido ceremoniosamente a su mesa. Todos sabían, por supuesto, que el señor Hofrat venía por «su» Tafelspitz, la parte estrecha de ese corte especial que casi, pero no del todo, toca otro corte vienés de primera calidad llamado Hieferschwanzl. Si el propio Káiser hubiera entrado, no habría conseguido la pieza particular de Tafelspitz del Hofrat. Heinrich era leal a sus clientes habituales.

Aquel día, como cualquier otro, se repitió el ceremonial habitual después de que el Hofrat se sentara. A su debido tiempo apareció el commis con la fuente de plata cubierta, seguido del piccolo que traía el Apfelkren. Pero en ese momento el camarero no levantó la tapa de la fuente de plata para «presentar» la carne, como hacía siempre. En lugar de ello, miró discretamente a Heinrich. Entonces el viejo se adelantó hacia la mesa del Hofrat, lenta y cautelosamente, como un gran transatlántico acercándose al muelle. Todos levantaron la vista hacia él. Había un gran silencio en el comedor.

Heinrich dobló la espalda hasta que la boca casi le tocaba la oreja al Hofrat.

«Estoy desolado, señor Hofrat», susurró. «Un lamentable accidente en la cocina. El Tafelspitz del señor Hofrat se ha cocido demasiado. Se ha…» Heinrich no tuvo fuerzas para terminar la frase, pero las puntas de sus dedos se agitaron, indicando que la carne se había disuelto en la sopa como copos de nieve al sol de marzo. Estaba muy pálido y las papadas le colgaban. Parecía como si hubiera estado muerto un rato y lo hubieran resucitado por error.
El aliento casi le faltaba, pero con un esfuerzo supremo continuó: «Me he tomado la libertad de pedir para el señor Hofrat la parte trasera del Hieferschwanzl, muy próxima y muy parecida al Tafelspitz

Se esforzó por abrir los ojos y casi lo consiguió. A su gesto, el camarero levantó la tapa de la fuente con un ademán elegante y presentó la carne. Allí estaba: un corte grande y hermoso, tierno y jugoso, rociado con consomé, tan delicado y tentador como cualquier trozo de carne hervida que pudiera encontrarse en parte alguna del mundo.

El Hofrat se irguió rígidamente. Lanzó una mirada breve y horrorizada a la carne. Cuando por fin habló, su voz tenía el timbre de la arrogancia, una arrogancia inculcada por generaciones de antepasados comedores de carne hervida que habían estado en Viena en 1683, mientras la ciudad resistía el asalto de los turcos y salvaba —aunque sólo fuera por un tiempo— la civilización occidental.

«Mi querido Heinrich —dijo el Hofrat, con un magnífico ademán de la mano y acentuando cada sílaba—, lo mismo hubiera podido servirme una chuleta de ternera.» Un ligero estremecimiento pareció recorrerle la espalda. Se levantó. «Mi sombrero y mi bastón, por favor.»

Se dirigió rígidamente hacia la puerta. Heinrich hizo la reverencia más profunda de que era capaz y permaneció inclinado hasta que el Hofrat hubo salido. Pero quienes estaban sentados cerca de Heinrich juran que había una sonrisa en su rostro. Parecía casi feliz.



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