En Palma de Mallorca suelo alojarme en el Hostal Pons, en pleno corazón del casco antiguo, en el Carrer del Vi (Calle del Vino). Es un antiguo palacio aristocrático reconvertido en pequeño hotel, con un patio de arco rebajado característico de la ciudad. Los propietarios –un hermano y una hermana jóvenes– también viven aquí, en la parte de atrás. Ofrece hermosas vistas, especialmente por la mañana y primeras horas de la tarde, cuando la luz del sol atraviesa y se quiebra de mil maneras en el patio, en las ventanas del salón y en las pequeñas habitaciones. El único problema es que las habitaciones no tienen calefacción. Por supuesto, no se necesita durante la mayor parte del año, y afortunadamente la temporada turística coincide también con ese periodo. Pero Palma también puede ser fría, especialmente en enero. Por eso y porque Mallorca es un destino de sol y playa, muchos hoteles cierran al reducirse la avalancha de visitantes. Ahora estoy solo en el Pons. Los dueños no asoman muy a menudo, de modo que me siento como el último descendiente soltero de una familia baronial en su mansión de montaña, tal como lo describe Llorenç Villalonga en su Bearn o la casa de les nines. Afortunadamente, los hermanos fueron lo bastante atentos como para instalar una estufa de butano en el salón por la tarde, de modo que puedo trabajar en una de las mesas sin riesgo de congelarme. Recuerdo que cuando vivía en Roma, donde a comienzos de marzo la calefacción central ya está apagada pero el sol aún está hibernando, el frío exhalaba de las paredes húmedas. Mi casero me consolaba diciéndome que antes de mí había vivido allí un sueco que se quejaba de que jamás en su vida había pasado tanto frío como en Roma.
Las ventanas de los baños dan al patio del Colegio de San Alfonso de Ligorio. El alboroto de los niños me despierta por la mañana. Cuando me levanto lentamente, llega la segunda llamada para despertarme, las campanas de la iglesia medieval de Santa Cruz, detrás de la manzana del hotel. Es una de las primeras iglesias medievales y mejor conservadas de Palma. Es lástima que la hermosa cripta de Sant Llorenç sólo pueda verse una vez a la semana, a las once de los domingos, cuando se celebra una misa en alemán. Una vez me acerqué al sacerdote después de la misa, y resultó que no sólo era de Berlín, sino que incluso teníamos un mismo pub habitual en la Yorckstraße. Es comprensible que nunca lo vea allí, puesto que pasa todo su tiempo en Mallorca.
Al salir del hotel, me dirijo hacia el muelle de pescadores para el primer café en la Plaça de la Drassana (atarazanas), el lugar del antiguo astillero. En enero muchos de los bares, restaurantes y tiendas de Palma están cerrados, algo que ahora también se justifica por la covid. La Drassana, normalmente palpitante por el gentío en los bares que la rodean, está desierta. Sólo hay dos locales abiertos, un restaurante de curry y el Bar Arenas 1951, el pub popular de la zona. Me siento allí. Mientras trabajo con mi portátil, escucho a la chica de la barra atendiendo a los clientes. Aunque dije que no había turistas, de vez en cuando se cuela algún inglés o italiano: probablemente expats que viven por aquí. Ella se comunica en esos idiomas de manera perfecta, además de su español y catalán nativos, algo imprescindible aquí. «Enhorabuena, cuántos idiomas hablas y qué bien», la felicito al ir a pagar. “¡Gracias! también hablo alemán y francés», añade modestamente. «¿Dónde los aprendiste? ¿Aquí, en el bar?» «No, en casa.» Me cuenta que nació en Verona, en una familia italiana, pero su abuela era rumana y su abuelo alemán, al parecer un sajón de Transilvania, y luego trabajó en muchos bares por toda Europa. «Aquí en Mallorca es donde mejor estoy», dice, «la libertad es grande, y los clientes están relajados. Esto es lo mejor de todo. Pero lo que es aún más importante es tener trabajo», subraya con seriedad.
Si abrieran una ventana en el lugar del cartel gigante, verías más o menos lo mismo que en el cartel: la catedral gótica de Mallorca:
De vuelta, la «Old Gallery», casi enfrente del hotel también está cerrada. Aunque no recuerdo haberla visto jamás abierta en los veinte años que llevo viniendo a Palma.
Que sea una galería sólo lo confirma la exposición improvisada sobre la misma fachada. A la izquierda de la puerta, un «poema encontrado», escrito con tiza:
«Quiero dormir un rato. Un rato, un minuto, un siglo. Pero todos sepan que no he muerto. Vive Federico»
Federico García Lorca: Gacela de la muerte oscura (The ghazal of the dark death)
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Quiero dormir el sueño de las manzanas |
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I want to sleep the dream of the apples, |
Hay dos pequeños nichos en la pared a ambos lados de la puerta. La instalación dispuesta en ellos completa la experiencia. A la derecha, una fotografía distorsionada de un niño y una manzana mordida, como insinuando el sueño del poeta.
Y a la izquierda, una asociación peculiar, la imagen de la filósofa y mística Simone Weil, que luchó del lado de la República en la Guerra Civil española, aunque sólo se le permitió disparar una vez, porque era miope y su puntería insegura.
Por la tarde, cuando vuelvo a casa, arde una vela delante de la foto. Me detengo, pero no llevo cámara, no puedo hacer fotos. En la puerta de enfrente, dos chicos se están despidiendo. El que se queda se vuelve hacia mí: «¿Te gusta? He puesto ahí la foto porque encaja tan bien. Y enciendo la vela delante de ella.» Luego resulta que ni siquiera sabe quién fue Simone Weil. El genio absurdo de España sigue actuando. Federico está vivo.









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