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Mi nombre es Miguel. San Miguel. Soy uno de los siete arcángeles que están en la gloriosa presencia del Señor siempre dispuestos a servirle (Tob. 12,15). Soy del pueblo de Lahili,
en la garganta de Latali y habito la solitaria Iglesia del Arcángel, de Mkheri,
erigida en lo alto de una colina sobre el valle, mirando al pueblo.
Soy un icono moldeado en plata y revestido de oro según la costumbre del valle de Svaneti, donde la pintura es más escasa que la plata, y el pincel más raro que el buril. Por eso los iconos bizantinos venidos del sur fueron aquí copiados en plata y oro con tal abundancia que, aun hoy, llenan las noventa y cuatro iglesias del valle y de las montañas circundantes.
Si alguien se entromete preguntando cómo puedo ser un arcángel y un icono al mismo tiempo, con toda seguridad es un hereje latino criado a los pechos de un razonamiento chato. Será uno de los que separaron el cuadro, la talla o el fresco, es decir, lo que perciben los sentidos, de la figura santa representada. Fue en su Concilio de Trento cuando dictaminaron que solo esta última merece veneración. Pero un verdadero ortodoxo no pierde el tiempo con semejante ontología fútil, pues el khoros del venerable II Concilio de Nicea, que autoriza la adoración de las imágenes sagradas, había declarado sin sombra de duda que «el honor tributado a la imagen pasa a su prototipo, y quien venera la imagen venera en ella la realidad de lo que allí está representado». Soy, por tanto, san Miguel, un arcángel que se manifiesta al creyente como a través de un cristal en la materia de este icono, para ser reverenciado y para anticipar las realidades celestiales.
Hace ya ocho siglos que protejo el pueblo de Lahili, la garganta de Latali, el monte de Mkheri, el valle de Svaneti y a toda Georgia entera contra el mal, que ataca sin tregua por todos los frentes, así que no me falta trabajo. Esto me fue suplicado por el diácono Abram, allá en la edad dorada de Georgia, en tiempos del rey Giorgi Laska. Quien quiera saber detalles que lea mi reverso, o al menos creo que aún está allí, pues ni siquiera un arcángel puede contemplar sus partes traseras.
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ქ. წმიდაო მთავარანგელოზო მუხერისაო, ჴელთუქმარო, ადიდენ მეფენი ბაგრატუნიანნი, და დადიანი, და დიდებულნი და ერთობილი საქართველო და ერთობილნი სუანნი და ჴევი ლატალისა; და აღაშენე მაშენებელი შენი სოფელი ლაილისა და ყოველნი მადიდებელნი შენნი, ამენ |
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Oh Santo Arcángel de M(u)kheri, no hecho por mano humana, glorifica a los reyes Bagrationi, y a los Dadiani, y a los nobles y a la Georgia unida, y a los svanos unidos y a la garganta de Latali; y sostén a tu pueblo constructor de Lahili y a todos los que te glorifican. Amén. |
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Realmente fue un momento glorioso y raro en la historia de Georgia cuando no solo yo me encargaba de la protección del país, sino también el rey y los nobles; y la provincia de Svaneti, desde su señor, el príncipe Dadiani, hasta la última aldea svana, estaban unidos. Fue hace tanto que quizá, en realidad, ni siquiera fuera así.
Fui creado por el escritor de iconos Irakli allá arriba, en el monasterio de San Jonás en Yenashi. ¿Te sorprende el término «escritor»? Nosotros, los ortodoxos, llamamos al creador de iconos santos «escritor de iconos», ხატმწერი khathmcheri: él es quien escribe —წერს chers— la ხატი khathi, imagen, y no quien la pinta —ხატავს khathavs—, como haría el მხატვარი mkhathvari, el pintor. Hay muchas razones para ello. Por un lado, porque aprendimos en las palabras griegas que al creador del icono también se le llama εἰκονόγραφος, «escritor de iconos», aunque hoy signifique simplemente ilustrador, y a quien narra nuestras historias se le llama ἁγιόγραφος, escritor de imagen sagrada. Es cierto que en griego nunca han existido términos distintos para pintar y escribir, y al pintor de imágenes profanas también se le ha llamado ζωγράφος, «el que escribe la vida». Pero es que igualmente los rusos lo llaman así, иконописец, combinando икона e писать, mientras que al pintor ordinario lo llaman художник, donde alguien que haya vivido tantos siglos como yo siente claramente el aroma del antiguo proto-germánico handu-gaz, «el que trabaja con la mano».
Claro que el escritor de iconos trabaja con las manos. Así está hecho incluso aquel icono llamado нерукотворный, «no-hecho-por-mano humana». Pero el momento decisivo no es ese, sino cuando concibe en su mente o en su alma el prototipo espiritual que luego escribe en la tabla como el escritor escribe el texto, labor muy diferente a la del pintor ordinario que duplica en la tabla o el lienzo lo que ve, ha visto o podría ver con sus ojos corporales. Este es el excedente intelectual de «escribir» frente a «representar». Ambos crean signos visuales, pero mientras las meras imágenes se representan a sí mismas, los caracteres verbales —como los iconos— apuntan más allá de sí mismos hacia los significados de una realidad superior. Aquí ruego a los lectores occidentales heréticos y eruditos que no salgan ahora diciendo que las «meras imágenes» también son símbolos. Yo también he leído a Cassirer sobre las formas simbólicas, sé de qué hablan, pero ruego intenten comprender de qué hablo yo. Claro que para eso se requiere humildad, que no es precisamente una virtud de los herejes.
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Ya que estamos en la escuela de Warburg, todos recordaremos lo que Wittkower escribió en Bajo el signo de Saturno: que el pintor renacentista intentó escapar de la categoría medieval de «artesano» —que ponía en el mismo gremio a pintores y boticarios, pues ambos trituraban polvos— tratando de probar la esencia espiritual de su obra por mil caminos, hasta que finalmente fue aceptado como visionario, gemelo espiritual del escritor y del poeta. Para mantener su estatus relativamente alto, el «escritor de iconos» también busca distanciarse del pintor artesano vinculando su identidad y su nombre a la escritura superior y a la realidad trascendente que se revela por medio de la escritura, convirtiéndose así en un pariente de los autores de los Evangelios y otros textos sagrados, un богослов, un teólogo en verdad. Y también puede justificarlo con un texto sagrado, pues el mismo II Concilio de Nicea utiliza la palabra περιγράφει, «describir», al autorizar la representación visual de Cristo y los santos.
Abejas zumbando en las colmenas del monasterio de San Jonás. Grabación de Lloyd Dunn
Fui creado, pues, por el escritor de iconos Irakli allá arriba, en el monasterio de San Jonás en Yenashi, donde hoy, ochocientos años después de mi creación, pasa la carretera. Si alzaste las cejas al saber que el pintor de iconos era llamado «escritor de iconos», te asombrará también saber que el escritor de iconos de Svaneti escribe el icono no con un pincel, sino con martillo y buril. Toma una tabla bien rígida de pino que se haya secado durante siete años. Introduce estrechas cuñas de haya en su reverso para hacerla aún más rígida y evitar que se combe, y luego vacía un campo rectangular en el anverso, donde irá mi imagen. Sobre este espacio modela en cera de abejas mi cuerpo, que ha de representar a mi persona incorpórea. Luego extiende una lámina de plata finamente martillada procedente de la cabecera del valle, de las minas del monte Shkhara. Golpea muy suavemente los contornos de mi cuerpo siguiendo la figura de cera. Mi imagen llena casi tdo el campo, y donde queda espacio lo afiligrana de tramas vegetales, zarcillos y palmetas. Y da vida al marco con más arabescos y motivos de manuscritos sagrados.
Aun así, no cubre todo el marco. Deja vacías las cuatro esquinas y el centro de cada lado. ¿Por qué? Porque sabe que él tan solo es el iniciador de la carrera terrenal del icono y debe habilitar espacio para que otros dejen la huella de sus manos a lo largo de los siglos.
En Occidente se cree que la imagen alcanza la perfección con el último trazo, y que nada puede añadirse ni quitarse, como quiere el pagano Aristóteles. ¡Qué hybris! Pero el icono, como diría el no menos pagano Umberto Eco, es una obra abierta, a diferencia de la obra de arte occidental. Desde el momento en que sale de las manos de su creador, vuela libre. Cada creyente lo enriquece con sus oraciones, que irradian de vuelta sobre su descendencia, y aumentan su valor de generación en generación. Dios permite que a su través ocurran milagros, que lo dotan de una historia sagrada y de poder. La mano cercenada de San Juan Damasceno se coloca en el icono de la Virgen, y desde entonces vive en él como una tercera mano de María. Pero incluso los daños pasan a ser parte de la historia del icono. Si una imagen occidental es atacada con cuchillo o martillo, los propietarios intentan devolverla de inmediato a su condición original, considerada perfecta. Pero el icono de la Virgen Negra de Czestochowa luce con orgullo los dos cortes de espada de los bandidos tártaros en su rostro. Tanto los preserva que hizo desaparecer la pintura usada para restañar la herida. Y sin estas cicatrices no podría imaginársela como protectora de la Polonia herida.
Y la descendencia agradecida expresa su aprecio y gratitud por el icono con diversos añadidos. Los iconos pintados se enriquecen con un revestimiento de plata que oculta lo irrelevante y deja libre lo esencial: el rostro y las manos del retrato. Y en el icono ya acabado en plata se insertan luego piedras preciosas tras los grandes acontecimientos y giros históricos. Con esto en mente, el escritor de iconos, respetuoso con el futuro y confiado en las buenas artes de la imagen, deja espacios vacíos donde se insertarán las piedras. No tienen por qué ser especialmente valiosas, ni suelen serlo, más bien adornos campesinos, pero los propietarios y todos los fieles, al meditar ante el icono, recuerdan con precisión la historia de cada una de ellas, y estas historias convierten la tabla en una verdadera y locuaz reliquia familiar. Un texto. Mírame otra vez desde esta perspectiva.
Este colega de mi edad de la iglesia de San Jorge en Sethi no ha trabajado mucho para ganarse los añadidos, aunque le dejaron unos generosos espacios.
Este San Jorge del siglo X u XI de la iglesia de los Santos Arcángeles de Labechin, que, como un verdadero hombre georgiano, hiere no al dragón sino al emperador Diocleciano, perseguidor de los cristianos, solo ostenta ahora una piedra roja, aunque su marco, hoy perdido, quizá contuvo más.
En cuanto a este icono de Zestaponi del siglo XI de la Crucifixión y la Ascensión, debió trabajar duro, pues además de numerosas piedras grandes y pequeñas, lleva insertos broches enteros, típicos del siglo XVII
En esta serie, que ahora comienza, iremos componiendo, a lo largo de un año, la imagen de Svaneti –que ronda por nuestras cabezas desde hace casi una década– con treinta y siete piedras, treinta y siete historias, correspondientes a las treinta y tres letras del alfabeto georgiano, más las cuatro letras especiales usadas en el svano escrito. Cada historia la presentará el monólogo de un icono svano antiguo, protector secular de este valle y de Georgia. Y los relatos dirán cómo vagamos y conocimos las iglesias y aldeas medievales de las montañas de Svaneti, lo que aprendimos de ellas, de Georgia y de nosotros mismos.











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