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Ἐν ἰσχίοις μὲν ἵπποι |
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En ischiois men hippoi |
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En los muslos los caballos |
Al amanecer, en el umbral entre el sueño y el despertar, los versos del viejo griego aprendido de memoria se deslizan fuera de mi recuerdo, con yambos galopantes ˘ ¯ ˘ ¯ ˘ ¯ ¯, como los caballos de colores oníricos de Franz Marc. Fue Anacreonte quien los escribió de este modo serpenteante: en la marca de los caballos del primer verso aún no sabes adónde quiere llegar, luego con las tiaras persas se desvía por completo, hasta finalmente regresar a las escarificaciones patentes en el alma de los amantes.
Entre los caballos y los amantes —que riman entre sí—, los persas siguen ahí un poco como huevos de cuco, cuyo único papel retórico es que sus tiaras poseen un carácter tan peculiar —es decir, para un griego— como lo tiene la marca ardiente en los otros versos.
El eslabón emocional que falta lo aporta esta diminuta cabeza persa, quizá del tamaño de un puño, procedente de la exposición de Antigüedades del Museo Nacional de Teherán. Con su tiara, parece una ilustración altertumswissenschaftliche del poema. Pero su rostro, su mirada pensativa e interiorizada, su delicadísima sonrisa casi invisible, sugieren que él también lleva una marca secreta a fuego en el alma.
Faltarán aún mil años para que Hafez escriba sus poemas amorosos. La poesía amorosa de los contemporáneos persas de Anacreonte fue incinerada por los griegos de Alejandro Magno y por los árabes del califa Omar. Que debió de existir tal tradición poética lo atestiguan los episodios amorosos del Libro de los Reyes, en el que Ferdousi resume, en el siglo X, tras la devastación árabe y una interrupción de trescientos años, todo lo que quedaba de la antigua poesía persa. Y lo atestigua también la misteriosa expresión del rostro de este pequeño contemporáneo persa de Anacreonte.





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