Mihály Tar, un campesino székely, murió en 1824 en Havadtő, condado de Maros, Hungría (hoy Viforoasa, Rumanía). En su tumba, una sencilla piedra oval lleva la inscripción: «1824 25 októb. Itt nyugszik a világból kimult Tar Miháj életének 42 esztendejében» (25 de octubre de 1824. Aquí descansa Tar Miháj, salido de este mundo en el año 42 de su vida).
Veintiocho años después de su muerte, su hijo, también llamado Mihály Tar, encargó una nueva lápida para su padre. Para entonces, el hijo era megyebíró —una especie de juez de condado de la Iglesia reformada—. Su rango se refleja tanto en el diseño monumental de la nueva piedra como en el maestro al que escogió para tallarla. El artesano fue Károly Menyhárt, el único cantero de la ribera del Kis-Küküllő lo bastante seguro de su propio arte como para grabar su nombre en sus obras. Firmó también ésta:
“OC[tóber] 25an / AZ 1825ben / ELHUNYT 42 / ÉVES: JON HON / FI, ERÉNYES / GAZDA ÉS APA / TAAR MIHÁLY / EMLÉKÉRE / Emelte Jo Fija / Taar Mihály 1852ben” On the back: „1852 Készítette Menyhárt Károly”
«25 de OC[tubre] / En memoria de / TAAR MIHÁLY / fallecido a la edad de 42 años / en 1825, / buen hijo de la patria, / virtuoso campesino y padre. / Levantada por su buen hijo / Taar Mihály en 1852». En el reverso: «Hecha por Károly Menyhárt, 1852».
La ornamentación del frontón de la piedra señala también el rango de la familia: una mano que sostiene siete herramientas dispuestas como rayos de sol. En la lápida de un noble este es el lugar donde normalmente aparecería el escudo de armas. Pero esa misma palabra, arma, significa también etimológicamente en latín, herramientas del propio oficio y, de forma significativa, los instrumentos de la Pasión de Cristo (arma Christi), que a menudo se tallaban en cruces de camino o en lápidas simbólicas..
Así, mientras el hijo dedicaba exteriormente el monumento a su padre, en realidad estaba erigiéndose también un memorial a sí mismo: exhibiendo su linaje, su virtud y sus medios para encargar una obra semejante. La piedra es a la vez homenaje y autorretrato.
La parte más enigmática, sin embargo, se encuentra en el reverso. Allí, el relieve está dividido por un frondoso árbol de tres raíces. A la izquierda se alza un anciano de larga barba puntiaguda y curiosas vestiduras, que sostiene un pergamino; a la derecha, un ciervo sentado junto a la inscripción con la fecha y el nombre del autor.
En la Tierra Székely —tradicionalmente a la vez conservadora y abierta a la innovación, donde antiguos cantares de gesta sobrevivieron hasta el siglo XIX y, sin embargo, ya en vida de Durero se pintaban retablos siguiendo sus grabados—, es difícil decir si el motivo de este relieve es arcaico o romántico. Hay especialistas que incluso sugieren que podría ser ambas cosas: el anciano con su pergamino aludiría quizá a la Crónica de Csík, una falsificación romántica sobre los hunos que en su época se tuvo por auténtica, y de la que el propio Balázs Orbán derivó el origen de las familias székely en su monumental obra en dos tomos La Gran Tierra Székely.
El relieve del reverso se lee con más facilidad en la reconstrucción dibujada que acompaña a la lápida original en la nueva exposición sobre los székely del Museo de Etnografía.
Las dos lápidas de Tar Mihály —junto con dos kopjafas (postes funerarios de madera tallada) y un sencillo marcador de madera— representan el arte funerario székely en esta exposición. En una pequeña vitrina circular, a modo de caja, se muestran las lápidas originales, mientras que en la pared tras ellas una hilera de hermosos dibujos de lápidas funerarias crea un telón de fondo atmosférico. Lamentablemente, como no hay cartelas identificativas, sólo podemos suponer que también éstas proceden del cementerio de Havadtő descubierto recientemente.
La exposición sobre los székely fue una de las primeras grandes muestras temporales en el edificio recién inaugurado e hipermoderno del Museo de Etnografía de Budapest. Fue, digo —porque cierra hoy—. Si sientes curiosidad, aún estás a tiempo de verla hasta las ocho de esta tarde.
La exposición no complica en exceso su tema. En unos pocos conjuntos compactos presenta los rasgos más reconocibles de la identidad székely:
• la talla tradicional en madera y sus herramientas, con un gran portón székely desplegado sobre un andamiaje;
• ejemplos de mobiliario székely pintado;
• algunas piezas de indumentaria tradicional székely;
• útiles de la agricultura local;
• y, bajo el gran cuadro de 1883 de Gyárfás Jenő, La matanza del cerdo, un módulo dedicado enteramente a las armas —las herramientas— del festín de la matanza.
Hay también una sección sobre cerámica, una pequeña muestra de objetos eruditos de la intelectualidad székely y piezas devocionales de la famosa peregrinación de Csíksomlyó, acompañadas por un vídeo en bucle de la procesión. En suma, exactamente lo que los visitantes de Hungría esperan ver cuando van a la Tierra Székely.
Al final, un gran mapa ayuda a situar los asientos székely —los distritos administrativos tradicionales—, mostrando su relación mutua, así como con la Hungría histórica y la Rumanía actual.
La sencillez y la claridad de la exposición resultan particularmente llamativas si se comparan con el concepto del nuevo Museo de Etnografía en su conjunto. La vasta exposición permanente del museo no organiza su material por regiones o culturas. Más bien se avanza de sala en sala viendo, a través de innumerables ejemplos, cuántas clases distintas de preguntas pueden formularse a los llamados objetos etnográficos, en cuántos contextos encajan y de cuántas maneras diferentes pueden interpretarse.
Esa idea se simboliza ya en la entrada, mediante un solo objeto: la silla de Santa Lucía. Según la creencia popular, esta silla había de construirse día a día desde el 1 de diciembre hasta el día de Santa Lucía, el 13, utilizando nueve tipos distintos de madera. Durante la misa, el fabricante podía subirse a ella para reconocer a las brujas presentes.
La silla expuesta aquí fue hecha en 1871 por un joven llamado János Körmendy, del pueblo de Vál. Ingresó en el museo junto con un acta escrita por el párroco que la confiscó, Mihály Gürtler. Más tarde, el botánico Ferenc Hollendonner identificó las especies de madera, y el antropólogo Géza Róheim analizó su significado cultural. Luego, en 2004, los habitantes de Vál la reclamaron como parte de su propio patrimonio y la «llevaron consigo» simbólicamente cuando Hungría ingresó en la Unión Europea.
Junto a la vitrina, una proyección sobre la pared va haciendo desfilar todos estos nombres, ideas y contextos —desvaneciéndose y reapareciendo—, ilustrando cómo un solo objeto puede pertenecer a muchas narraciones, plantear muchas preguntas e invitar a muchas interpretaciones. Este enfoque pluriestratificado, poliédrico y mentalmente muy vivo caracteriza todas las salas y todos los objetos de la exposición permanente del museo.
Ninguno de estos refinamientos, sin embargo, aparecen en la exposición sobre los székely, que ocupa un espacio separado de la muestra permanente. La exposición no cuestiona sus propios presupuestos; nunca se detiene a preguntar cómo debería presentarse en los años 2020 una colección etnográfica, o en qué se diferenciaría esta versión de otra montada, por ejemplo, en 1940.
La verdad es que probablemente no se diferenciaría mucho. Y eso no es del todo un defecto. Al fin y al cabo, hacía décadas que no se veía una exposición así, ni aquí en Hungría ni al otro lado de la frontera. Sencillamente, tenía que hacerse: había un fuerte deseo público. Y quizá, a partir de esta «estufa de arranque», como dice el refrán húngaro, las futuras exposiciones puedan seguir construyendo y evolucionar más.
Hay también una razón más discreta, entre bastidores, para la existencia de esta muestra. Los comisarios del museo han contado en conversaciones privadas que, cuando el gobierno destinó una cantidad de dinero sin precedentes a la creación del nuevo Museo de Etnografía, decidieron no gastarla en un concepto que pudiera envejecer con rapidez, sino en desarrollar un enfoque metodológico completamente nuevo. Esa visión audaz se hizo realidad en la exposición permanente.
El precio, sin embargo, fue una disminución relativa de la prominencia de la etnografía húngara tradicional. Según se cuenta, cuando el primer ministro Viktor Orbán vino a inaugurar el museo y recorrió rápidamente la exposición, murmuró entre dientes: «Aquí hay demasiado poco Trianon».
En cierto modo puede leerse la exposición sobre los székely como una respuesta precisamente a ese comentario, una especie de contrapeso. Junto a la muestra permanente, que se abre a la antropología, la intertextualidad y el diálogo cultural complejo, ésta se dirige a otro público: a los menos inclinados a la reflexión teórica y más deseosos de reencontrarse con símbolos familiares, con el legado y con las tradiciones tangibles de la etnografía húngara.

























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