Origen y recuperación de las imágenes sagradas

Se ha inaugurado una nueva exposición en el Louvre. Una exposición internacional con objetos excepcionalmente valiosos que nunca antes se habían mostrado en el extranjero.

Esto, en sí mismo, no es algo inusual en una exposición. Pero todo lo demás lo es. El hecho de que los objetos no se hayan entregado al museo en préstamo, sino en depósito para su custodia. Que hayan sido transportados a Francia no con el seguro habitual, sino bajo escolta militar blindada. Que la exposición consista únicamente en cinco piezas –aunque cuatro de ellas pertenezcan a los representantes más antiguos y valiosos de su género–. Que la exposición no tenga catálogo, sino sólo breves cartelas informativas en francés, inglés y… ucraniano. Y que, por la ausencia de catálogo y la brevedad de los textos, no le quede en absoluto claro al visitante ocasional qué justifica el ambicioso título: El origen de las imágenes sagradas.

A las primeras preguntas se puede responder a partir de las noticias del día, mientras que la última sólo se aclara recurriendo a la bibliografía moderna sobre los iconos, y ése es el objetivo principal de esta entrada. Pero pasemos antes por las primeras.

Ya en mayo el Louvre anunció que las piezas más valiosas del Museo Nacional de Kiev serían trasladadas bajo escolta militar, vía Polonia y Alemania, a París, donde encontrarían refugio frente a la destrucción bélica y el saqueo. En efecto, según el informe de la Unesco de octubre de 2022, los invasores rusos han destruido o saqueado en Ucrania 468 bienes e instituciones culturales, entre ellos 35 museos. El Estado ucraniano intenta, por tanto, poner a salvo las obras amenazadas en colecciones extranjeras. Así, por ejemplo, el Museo Vaticano se encarga de la custodia de los iconos del Monasterio de las Cuevas de Kiev mientras dure la guerra. Este monasterio pertenecía a la Iglesia Ortodoxa Ucraniana nominalmente dependiente de Moscú hasta que el Estado ucraniano lo cedió, el pasado mes de marzo, a la otra Iglesia Ortodoxa de Ucrania, autocéfala y centrada en Kiev, que había sido reconocida por Constantinopla en 2018. Por ello, la prensa rusa se apresuró a difundir la noticia de que el Estado ucraniano intenta encubrir los envíos de armas occidentales enviando a Occidente los tesoros artísticos de la «Iglesia rusa», y que esos tesoros no volverán jamás a verse en Ucrania.

En otra guerra, hace décadas, a los húngaros nos habría encantado que existiera en Europa un país donde pudiéramos poner nuestros tesoros artísticos a salvo de la destrucción y el saqueo del enemigo –ah, ¿de qué enemigo? pues de los rusos–. Pero no había ninguno, porque el Estado húngaro se ocupó de que, entonces como ahora, no tuviéramos amigos en Europa, salvo aquel cuyo trasero besábamos, hasta que su destrucción nos arrastró con él. Por eso una parte de nuestros tesoros artísticos sigue hoy –abiertamente o de manera encubierta– en Rusia, donde la ley de 1998 declaró que tenían carácter de reparaciones de guerra, es decir, que nunca volveremos a verlos en Hungría. De modo que hoy deberíamos alegrarnos de que el Estado ucraniano, que lucha por su libertad y por la libertad de toda Europa, siga teniendo amigos en Europa que contribuyen a que estos tesoros de la humanidad se conserven y continúen siendo accesibles para especialistas y visitantes.

Como el objetivo original no era exponer, sino poner a salvo, no es de extrañar que la mayoría de las piezas trasladadas a Occidente no puedan verse ahora, sino que se conserven y restauren con ayuda de donaciones procedentes de fundaciones civiles. Sin embargo, el Louvre ha acordado con el Museo Nacional de Kiev que, en parte como gesto hacia los donantes de estas fundaciones, cinco iconos particularmente valiosos se muestren al público entre el 14 de junio y el 6 de noviembre.

Anoto sólo entre paréntesis que, además de apoyar, los donantes también tienen que luchar lo suyo para poder ver las piezas. El concepto museístico de masas del Louvre a día de hoy consiste en llevar al visitante desde el control de entradas hasta la Mona Lisa lo más rápido posible, y luego devolverlo igual de rápido a la salida. Esta ruta está señalizada con mil flechas, mientras que el resto apenas lo está. Y los vigilantes manejan la información con la conocida mentalidad francesa: si Dios te ha dado un puesto, evidentemente también te ha dado cerebro. Así que, con suprema seguridad, te envían hacia pasillos interminables al final de los cuales, con toda seguridad, no hay ninguna exposición de iconos. Una de las mademoiselles quiere mandarnos de vuelta a la entrada a toda costa, diciendo que cada mañana ve allí el cartel de la exposición que nosotros acabamos de fotografiar entre todos los demás. De este modo recorremos unos cuatro kilómetros dentro del museo, hasta que, en la planta baja, bajo una escalera, en el pasillo de conexión entre las exposiciones de arte griego clásico e islámico, descubrimos los cinco iconos colocados en la respetuosa penumbra que les otorgan unos focos magníficos.

El primer icono es un micro-mosaico de finales del siglo XIII o comienzos del XIV. Detrás de su hermoso marco de filigrana de plata –probablemente bizantino–, sigue en sus líneas principales la iconografía de San Nicolás que apareció en Nóvgorod, al igual que su contemporáneo de Nóvgorod conservado en la Galería Tretiakov.

La verdadera sorpresa viene después: cuatro iconos del monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, probablemente todos del siglo VI, la época de los iconos cristianos más antiguos que se conocen. De antes de la destrucción bizantina de las imágenes, en los siglos VIII y IX, apenas se conservan una docena de pinturas cristianas sobre tabla, la gran mayoría en el monasterio del Sinaí, adonde no llegó la mano de los iconoclastas bizantinos. Estos cuatro iconos fueron traídos de allí por Porfirio Uspenski (1804-1885), archimandrita de Odesa, orientalista y arqueólogo, nombrado jefe de la misión ortodoxa rusa en Jerusalén en 1842. En los cuatro años siguientes recorrió ampliamente Oriente cristiano, desde los monasterios del Athos, pasando por Tierra Santa, hasta el Sinaí. En su libro de viajes, publicado en dos volúmenes en 1856, no entra en detalles sobre cómo obtuvo los iconos y demás tesoros artísticos en el Sinaí. Cuando visitéis el monasterio del Sinaí, ¡mejor no intentéis imitarlo!

Monasterio de Santa. Catalina, en Sinaí

El libro de viajes, con su detallada descripción de los monasterios visitados y de sus tesoros artísticos, no despertó gran atención. Pero cuando el historiador del arte Nikodim Kondakov (1844-1925) presentó, en el Congreso Arqueológico de Moscú de 1890, los cuatro iconos traídos por el padre Uspenski y dejados por éste al Tesoro del Arzobispado de Kiev, causaron sensación y contribuyeron poderosamente al renacimiento del interés por los iconos. El historiador del arte austríaco Josef Strzygowski, particularmente interesado en la tradición oriental, publicó su descripción un año después, en el tomo I de los Byzantinische Denkmäler, y desde entonces han sido generalmente reconocidos como el origen de la pintura de iconos cristianos, aunque se conservan otros contemporáneos en el monasterio del Sinaí. En 1917, cuando se nacionalizó el Tesoro del Arzobispado, los iconos pasaron al Museo Nacional de Kiev, que tomó el nombre y creció a partir del legado del matrimonio de grandes coleccionistas de arte de v, Bohdan y Varvara Khanenko. En el siglo transcurrido desde su «descubrimiento» muy pocos visitantes extranjeros han tenido ocasión de verlos en vivo

La técnica de los iconos resulta singular desde la perspectiva de épocas posteriores. Las pinturas sobre tabla de aquel tiempo –no sólo iconos cristianos, sino también las pinturas votivas paganas, los retratos de momias egipcios e incluso las estatuas griegas de mármol– se realizaban con la técnica de la encáustica: se mezclaban los pigmentos con cera derretida y luego se fijaban sobre la superficie con una herramienta calentada al fuego. Esto confería a las imágenes un color característico, profundo y encendido, similar al de la pintura al óleo de mil años más tarde.

The comparison with contemporary genres is also a hint at the reasons of the title of the exhibition: The origin of sacred images. According to the older Christian tradition, Christianity used icons from the beginnings. They mainly refer to the Evangelist St. Luke, who is said to have painted the image of the Virgin Mary after life. Today, at least four dozen copies of this very holy icon are preserved in various places. Of course, the original everywhere. La comparación con los géneros coetáneos también ayuda a explicar el título de la exposición: El origen de las imágenes sagradas. Según la tradición cristiana más antigua, el cristianismo habría utilizado imágenes desde el principio. Se alude sobre todo al evangelista san Lucas, de quien se dice que pintó del natural la imagen de la Virgen. Hoy se conservan al menos cuarenta copias de este icono sumamente santo en distintos lugares. Por supuesto, el original está en todas partes.

La cervecería praguense U Černého vola, «El Buey Negro», toma su nombre del animal simbólico de san Lucas Evangelista, que aparece sobre la puerta del local pintando su sagrada imagen.

Sin embargo, la historiografía del arte de las últimas décadas plantea la cuestión de otro modo. El cristianismo, nacido en un entorno judío, fue en origen una religión aniconista: ni practicaba ni necesitaba imágenes. Empezó a hacerse con ellas cuando se le unieron creyentes griegos, romanos y egipcios, cuya cultura religiosa o civil incluía usos figurativos, que adaptaron a temas cristianos. Hans Belting, en Likeness and Presence (1990), examina sobre todo las paráfrasis cristianas de imágenes políticas romanas, mientras que Thomas F. Mathews, en The Dawn of Christian Art in Panel Paintings and Icons (2016), señala que los primeros iconos cristianos conocidos son, en realidad, adaptaciones de los paneles votivos religiosos griegos y egipcios. Los cristianos empiezan a usar imágenes, primero simples símbolos en las catacumbas, en los siglos II y III, y necesitan otros dos o tres siglos hasta que adopten y adapten a su fe la pintura pagana de paneles religiosos, por entonces muy extendida. Los primeros iconos datan, pues, del siglo VI no porque no se hayan conservado otros anteriores, sino porque los primeros se pintaron precisamente entonces. Y se parecen casi exactamente a los que vemos ahora en el Louvre.

El primer icono es un retrato de san Sergio y san Baco. Estos dos soldados griegos fueron martirizados a comienzos del siglo IV, durante la persecución de cristianos bajo el emperador Galerio. Fueron sepultados en la ciudad siria de Resafa –Sergiópolis en época bizantina–, donde se erigió sobre su tumba un importante santuario, y su culto se extendió por todo el mundo antiguo. La Pequeña Santa Sofía del barrio de Sultanahmet, en Estambul, construida en el siglo VI como especie de maqueta para demostrar que la novedosa estructura arquitectónica se sostendría sólidamente en la recién edificada Hagia Sophia, también está dedicada a ellos.

Este icono los representa de medio cuerpo, con uniforme militar, como en las estelas funerarias de los patricios romanos. Y sobre ellos, en un pequeño medallón, aparece el rostro de Cristo. Esta solución compositiva remite también a representaciones oficiales romanas. Los funcionarios romanos solían representarse con la efigie de su superior, por lo general el emperador, en un medallón sobre sus cabezas. En el caso de un santo, ésta se sustituye por la efigie del suyo, Cristo. El díptico de marfil del cónsul Justino, del siglo V, en el Bode-Museum de Berlín, muestra no uno, sino tres medallones sobre la cabeza del cónsul: Cristo en el centro y, a ambos lados, la pareja imperial.

El siguiente icono representa asimismo a los mártires san Platón y santa Gliceria en forma de retrato funerario de medio cuerpo. Él vivió en el siglo IV en Ancyra (la actual Ankara), y ella en el siglo II en Traianópolis. Lo que los reúne en un mismo icono es que su fiesta caía el 24 de octubre. La pintura es de mano más torpe que la anterior, pero los toques de blanco y rojo en el rostro y los colores de la vestimenta muestran que el pintor sabía al menos qué debía pintar. La tabla ha pasado probablemente por varios retoques que tampoco mejoraron su calidad. En el lado derecho se añadió una franja con pintura al óleo en lugar de encáustica, que se diferencia netamente de la pintura original. Entre los dos santos se ven fragmentos de una cruz dorada decorada con piedras preciosas, y restos de una inscripción bajo el borde superior. Fue el desciframiento de ésta lo que esclareció la identidad de los mártires.

El tercer icono es una bellísima Virgen con el Niño Jesús. Hans Belting llama especialmente la atención sobre lo mucho más clásica que resulta esta imagen, compuesta con sentido del contrapunto, que la no mucho más tardía Virgen del Panteón de Roma, que ya presenta la rígida actitud medieval de «mostrar» la imagen.

Por último, el cuarto icono, que representa a san Juan Bautista, presenta una estructura similar a la de Sergio y Baco. También aquí aparece el «superior» de Juan, Cristo, en un medallón. Hacia Él señala, según el relato de Jn 1,29-30, san Juan Bautista: «He aquí el Cordero de Dios». Eso es precisamente lo que se leía en la inscripción fragmentaria que llevaba en la mano. En el otro lado, en un medallón análogo, aparece la imagen de la Virgen, de modo que las tres figuras forman un grupo de deesis especial –el triple grupo central del iconostasio– en el que la Virgen y san Juan Bautista interceden ante Jesús no ambos desde el mismo plano celestial, como es habitual, para que juzgue con misericordia a la humanidad, sino que uno lo hace desde la misma altura que Él, y el otro desde aquí abajo, desde la tierra, en su condición terrenal.

Esta solución con medallones la emplea también un icono que el padre Uspenski dejó en el monasterio del Sinaí, pero que Belting vincula, por razones estilísticas, con los iconos que llegaron a Kiev. Este icono, también del siglo VI, representa a san Pedro, con un medallón de Cristo sobre la cabeza y otros dos medallones al lado de éste, en los que la investigación suele ver a la madre y el hijo que encargaron el icono y lo donaron al monasterio.

He aquí, en resumen, la razón por la que esta exposición, condensada en cuatro imágenes, puede llevar el título de El origen de las imágenes sagradas. Su explicación detallada exigiría, claro está, un catálogo igualmente detallado, que explicara imagen por imagen, ilustradas con otros iconos, lo que Belting y Mathews desarrollan en sus obras. Esperemos que también llegue a ver la luz, y que podamos leerlo a las seis en punto, acabada la guerra, en la taberna del Buey Negro.


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