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A Gyuri, por su cumpleaños
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A Shaxi, una de las ciudades-caravasar más bellas y más arcaicas de la ruta del té y los caballos, las caravanas de esa vía milenaria entran por la puerta norte, siguiendo el arroyo que corre a su lado, y salen por la puerta sur para alcanzar poco después el río Heisu en el puente que una vez cruzó Marco Polo. Entre ambas puertas la van flanqueando las casas de té a lo largo de una empedrada en la que se abren estrechos callejones. Algunas de las ricas casas de comerciantes que se alzan en esos callejones ya se han convertido en casas de huéspedes para los vagabundos de la Ruta de la Seda de la era moderna. Otras siguen habitadas por ancianos que, aferrándose también a los faldones del turismo, alquilan una habitación o venden recuerdos en mesas colocadas delante de sus casas.

La puerta de la casa que ofrece habitaciones en alquiler está abierta aguardando a los huéspedes. Del interior sale música. Asomamos la cabeza. En medio del gran salón, justo enfrente de la puerta, un anciano de hermoso rostro surcado de arrugas está sentado en una silla y toca el erhu, el violín chino de dos cuerdas. «¿Podemos pasar?» «Por supuesto, qing zuo, qing zuo, siéntense, por favor». Nos ofrecen sitio en la gran mesa, justo delante del anciano. Los miembros de la familia están sentados alrededor. A la derecha, en la gran pantalla de televisión se emite una película histórica pero le han quitado el sonido. El anciano toca con los ojos cerrados; mira hacia dentro, como si nos transmitiera la música desde su interior, con precisión, claridad y una ligereza impresionante. Como el violinista de Okudzhava.


Tras cerca de media hora de interpretación ininterrumpida, el anciano hace una pausa. No nos mira; bromea con la familia. El público europeo le resulta inusual, pero le gusta la situación. Lo llamamos para que escuche la grabación. Se pone el auricular y escucha hacia dentro con la misma devoción que antes, como si estuviera comparando ambos sonidos en su interior.

Empieza a hacer preguntas pero su fuerte acento dialectal dificulta que lo entienda. Saca del bolsillo una caja de medicamentos, la rasga y escribe sus preguntas en caracteres chinos: de dónde venimos, qué estamos haciendo aquí. Conversamos por escrito un rato. Luego se recuesta y vuelve a tocar. El cabeza de familia se levanta de su sitio junto al televisor y lo fotografía de tal modo que nosotros también podamos salir en la imagen.


Unos quince minutos más y hace un gesto con la mano indicando que se ha secado y que necesita beber. Deja el instrumento en un rincón y le sirven un vaso. Nosotros también vemos que es el momento de despedirnos. Damos las gracias al anciano y a la familia, nos inclinamos. El cabeza de familia nos acompaña hasta la puerta.
En nuestro primer día en Yunnan, en Dali fuimos huéspedes de mi amiga Shi Tanding, una de las coleccionistas de música folklórica china más exitosas. Desde 2006 ha publicado más de doscientos CD con música de grupos étnicos del oeste de China. En su conferencia, que terminó bien pasada la medianoche, demostró con varias grabaciones cuán viva sigue siendo hoy esa cultura musical, hasta qué punto impregna la vida de pueblos y ciudades y qué intérpretes excelentes aún pueden encontrarse. Este hermoso encuentro lo ha ilustrado ahora perfectamente.






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