Encuentro


El sol brilla sobre el espejo del lago Sevan; los picos de las montañas fronterizas de Karabagh, a lo lejos, siguen blancos. La colina del monasterio de Sevan se llena del aroma de las flores silvestres. En el aparcamiento estrecho la mano al guarda, un viejo conocido del lugar. «Как дела, ¿cómo estás?», pregunto. «По тихоньку как в Чехословакии в 1968-ом году, así, así, como en Checoslovaquia en el año sesenta y ocho, dice». Lo miro con expresión interrogativa. «¿Sabes qué ocurrió allí?», pregunta. «Claro, la invasión soviética.» «Pues fuimos nosotros. Estábamos destinados en Polonia en aquel momento; nuestra unidad fue la primera en ser enviada a Checoslovaquia. Los checos disparaban desesperadamente.» «¿Murieron muchos de los vuestros?» «Muchísimos. Los pidaras checos lo hicieron así: dejaron pasar el inicio de la columna y luego masacraron desde la retaguardia. Pero, en fin, seguimos vivos.»

Al volver del monasterio me pregunta: «¿De dónde vienes?» «Somos húngaros.» Sus ojos se iluminan, me tiende la mano. «¡Entonces fuimos camaradas de armas!» Y contrapone el dudoso honor: «Y, por cierto, dos a cero.» Gracias a Dios, durante un tiempo lo primero que les vendrá a la mente a los armenios no será el asesino del hacha que extraditamos a Azerbaiyán.


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