
El Muro había caído hacía ya veintiocho años, exactamente tantos como había durado. Las heridas se cierran lentamente. ¿Quién recuerda ya que en Potsdamer Platz había un bosque, desde el cual miles de cuervos alzaban el vuelo al amanecer, que detrás del Märkisches Museum la calle terminaba en un Trabant apoyado contra el muro? Solo la fila continua de casas llamativamente nuevas delata la ausencia de pasado; la cicatriz de la línea de cubos de basalto que recorre el centro de la zona asfaltada añade una capa más a esta ciudad llena de cicatrices. Y, sin embargo, incluso después de veintiocho años, se abre una grieta en el espacio-tiempo en los lugares más inesperados, el romanticismo del muro resurge de nuevo en pleno corazón de la ciudad.
A unos cientos de metros de Checkpoint Charlie, donde hoy hay que revivir, en el espectáculo grotesco de un artista persa, lo que se sentía al asomarse por encima del muro, a lo largo de la Stallschreiberstraße, donde Martin Luther King se apresuró personalmente a expresar una opinión angustiada sobre los guardias fronterizos de Alemania Oriental que aquella mañana abrieron fuego contra un DDR-Flüchtling, el matorral boscoso que había prosperado durante veintiocho años ha desaparecido de la noche a la mañana. En medio del terreno, horadado por la maquinaria de construcción, un vigilante de melena blanca observa la madera talada; al oír el aullido de su perro se da la vuelta y hace un gesto a la cámara. La nueva hilera de casas de la Alte Jakobsstraße y la torre de televisión de Alexanderplatz brillan a través del claro. Los bloques de piedra artificial que recorren el borde del solar no indicarán por mucho más tiempo la antigua línea del muro. El tiempo ha engullido otro fragmento de las islas-estantería de la historia reciente.




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